P. Carlos Cardó, SJ
La ascensión de Cristo, óleo sobre
lienzo de Dosso Dossi (siglo XVI), colección privada, Milán, Italia
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En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea y subieron al monte en el que Jesús los había citado. Al ver a Jesús, se postraron, aunque algunos titubeaban.Entonces, Jesús se acercó a ellos y les dijo: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo cuanto yo les he mandado; y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo".
El
Señor se va, pero deja a sus discípulos la certeza de que no los abandona. Yo estaré con ustedes hasta el fin de los
tiempos. La comunidad que ellos forman, y que da inicio a la Iglesia, vivirá
de esta vivencia de su presencia continua y dará testimonio de ella. Ustedes serán mis testigos.
Los Hechos de los Apóstoles y los
evangelios describen el paso de Jesús de este mundo al Padre, con un lenguaje
simbólico que corresponde a la idea que se tenía del
mundo en aquella época. Se pensaba el universo dividido en tres niveles: el
cielo (la casa de Dios), la tierra (el lugar de las criaturas) y los infiernos
(lo que está abajo, el lugar de los muertos). Por eso se dice que Jesús
“desciende” a los infiernos como los muertos y “sube” después a los cielos de
donde procedía. Con ello, lo que la Sagrada Escritura nos quiere decir es que
la resurrección del Señor culmina en su
ascensión. Jesucristo vuelve a su Padre, vive y reina con Él para
siempre. Por eso, ascensión es sinónimo de
exaltación.
Jesús asciende a su Padre y, al
hacerlo, asume y recoge en sí todos los deseos de sus hermanos. Su elevación
nos da la certeza de hallar lo que nos ha prometido, que corresponde al anhelo
profundo de la
humanidad. Los recuerdos que de ahora en adelante nos hablen
de Él, no inducirán a la nostalgia sino a la certeza de que Jesús en verdad ha
resucitado y volverá.
Ya no estará físicamente
presente con sus discípulos, como lo estuvo durante su vida terrena; ahora
estará dentro de ellos, en lo íntimo de su ser. “Yo estaré con ustedes todos
los días” (Mt 28, 20). San Pablo dirá que esa nueva forma de hacerse presente
Cristo se realiza por medio del Espíritu Santo que habita en nuestros
corazones. No permanece únicamente como un recuerdo de sus palabras, de su
doctrina, del ejemplo de su vida. No, Él nos deja su Espíritu, es decir,
infunde en nosotros su amor, que es la esencia misma del ser divino. Por el
Espíritu, que nos envía desde el Padre, la vida divina penetra en las
profundidades más secretas de la tierra y de nuestros corazones. Llevando
consigo nuestra realidad humana, que Él hizo suya por su encarnación, nos hace
capaces de compartir su vida divina. Es lo que agradecemos en el prefacio de la
misa de hoy: porque Cristo, “después de su Resurrección, se apareció
visiblemente a todos sus discípulos y, ante sus ojos, fue elevado al cielo para
hacernos compartir su divinidad”.
Con su ascensión, Cristo no
abandona el mundo; adquiere una nueva forma de existencia que lo hace misteriosamente
presente en el corazón de la
historia. Por eso no se le puede buscar entre las nubes sino
en la tierra en donde permanece. Huir del mundo es una tentación, porque Cristo
no ha huido. Los ángeles, en el relato de Hechos, corrigen a los apóstoles que se
quedan parados mirando al cielo. Ellos hacen ver a los apóstoles que la Iglesia
debe mirar a la tierra y realizar en ella la misión que Jesús le ha confiado.
En el relato de Mateo, el monte representa a la Iglesia, como el
lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo prolonga en ella el poder
de su palabra y de sus acciones salvadoras. Su resurrección no ha sido
solamente una superación de su existencia terrena, que lo mantiene en el
pasado, y hace de su palabra una enseñanza memorable como la de los grandes
filósofos y pensadores de la humanidad. Por su resurrección el Señor sigue
actuando y su palabra adquiere una perenne actualidad por medio de la Iglesia.
De este modo, Jesús la constituye como el punto indispensable de referencia
para que todos puedan oír en ella su palabra y orientar su vida por el camino
de la salvación.
Jesús envía a sus apóstoles a hacer
discípulos, no simplemente a anunciar y, menos aún, a adoctrinar, sino a
proponer de tal manera la buena noticia de la salvación, que los oyentes puedan
tener un encuentro personal con Cristo, del que brote el deseo de seguirlo como
los discípulos que dejaron redes y barca y se fueron tras Él.
Hacer discípulos es establecer las condiciones para que los
oyentes del evangelio tengan con Jesús las mismas relaciones de cercanía,
amistad y disponibilidad, que constituían el discipulado de Jesús. En él, sus
discípulos, a diferencia de los discípulos de los rabinos judíos, no se
limitaban únicamente a oír sus instrucciones y adquirir conocimientos, sino que
asumían un nuevo modo de ser, a imitación del modo de ser de Jesús.
La Iglesia no ha quedado sola en su largo y fatigoso peregrinar en
la historia. Jesucristo la acompaña, sostiene y purifica para que sea en medio
del mundo “como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios
y de la unidad de todo el género humano” (Vaticano II, Constitución sobre la Iglesia, 1). Fiel a su Señor, la Iglesia, por
su parte, no podrá nunca desear o pretender otra cosa que “continuar, bajo la guía
del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio
de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no ser servido” (Vaticano
II, La Iglesia en el mundo actual,
3).
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