P. Carlos Cardó, SJ
El Padre Eterno y el Espíritu Santo, óleo sobre lienzo de Paolo
Caliari, el Veronese (1580), Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial,
Madrid, España
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En aquella ocasión Jesús exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer. Vengan a mí los que van cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana.»
Es un texto fundamental del Nuevo Testamento. Tiene dos partes, la
primera es una oración de Jesús, la segunda contiene el llamado “grito de
júbilo” de Jesús.
En la oración de Jesús resalta su peculiar relación de intimidad con
Dios, que le mueve a referirse a él llamándole Abbá. Pronunciada con toda
la resonancia de su lengua natal, esta palabra permite advertir el conocimiento
y amor mutuo que une a Jesús con Dios y que le permite dirigirse a él con el
equivalente a nuestro apelativo cariñoso de papá. La palabra Abbá
es central en el cristianismo porque expresa quién es Dios y quién es Jesús.
Este
Dios-Padre, según Jesús, tiene una voluntad que debe cumplirse, el
establecimiento de su reinado, que ha comenzado ya con la obra de su Hijo, pero
todavía no ha llegado a plenitud en su relación con nosotros y con la realidad
del mundo. Jesús se alegra de que, conforme a lo establecido por su Padre, son
los pequeños y los pobres, que ponen toda su confianza en Dios, los que acogen
y se benefician de este don salvador, mientras que los sabios y entendidos de
este mundo, que sólo confían en sí mismos y no reconocen su necesidad de cambio,
se quedan fuera.
En ese
contexto, dice Jesús: “¡Vengan
a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré!”
Cansados y agobiados vivían los judíos a causa de la religión de la ley, sin la
libertad de los hijos de Dios. Agobiado está quien no tiene otra actitud ante
Dios que la del temor servil, que le mueve a cumplir la ley moral por el miedo
al castigo o la esperanza del premio. Se puede ser así un cumplidor estricto de
lo que está mandado, pero sin poner en ello el corazón.
Jesús no vino a abolir la ley, y
alabó a quien la enseña hasta en sus detalles. Pero advirtió que lo que Dios
quiere es el corazón, no simplemente las obras religiosas. Una religión
legalista es fatiga y opresión y se convierte en muerte porque degenera en la hipocresía
y en el orgullo del hombre por sus obras. El amor cristiano, en cambio, lleva
incluso a curar a un enfermo en día sábado y a sentarse a la mesa con
publicanos y pecadores. Este amor produce gozo y descanso, es justicia nueva,
hace posible vivir la vida misma de Dios que es amor.
“Y yo los aliviaré”. Él dará reposo a nuestras mentes y corazones
agitados. El reposo de saberme amado por Dios tal como soy; el sosiego de saber
que tenemos un lugar en la casa del Padre; la confianza de saber que donde mis
fuerzas terminan, ahí comienza el trabajo de Dios; la serena certeza de que ni
siquiera el poder de la injusticia y de la muerte de que es capaz el ser humano sobre la
tierra podrá impedir la llegada del reino de Dios, porque la “bondad” básica de
la creación y de nuestro mundo ha sido ya definitivamente puesta en manos de
Dios en el hombre Jesús de Nazareth resucitado.
Es este Espíritu de Jesús, hecho
ley interna de la caridad y del amor, el que dará alivio y reposo (Yo los aliviaré) a nuestras mentes y
corazones agitados. El reposo de saberme amado por Dios tal como soy; el
sosiego de saber que tenemos un lugar en la mesa del Padre; la serena confianza
de que allí donde mis débiles fuerzas terminan, ahí comienza el trabajo de Dios.
La ley
del amor no es carga que oprime. “Mi yugo es suave y mi carga es ligera”, dice
Jesús. Su nueva ley del amor es la verdad que libera, porque nos hace vivir en
autenticidad, capaces de alegría y de ingenio, de creatividad y grandeza de
ánimos. Ensancha el corazón.
Responder a la invitación del
Señor, “Vengan a mí…, que yo les daré
descanso”, es aprender bondad, mansedumbre, sencillez, amabilidad. No se
puede reconocer a Dios, ni tampoco llegar a ser felices, si vivimos centrados
en nosotros mismos y andamos sin tiempo para nada, agitados por el ansia de
ganar más, tener más, obtener mayores éxitos productivos, pero incapacitados
para poner quietud y silencio en nuestro interior, o sencillamente para
disfrutar de los dones más bellos de Dios: la familia, las amistades...
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