P.
Carlos Cardó, SJ
La
disputa del Sacramento, detalle del fresco de Rafael Sanzio (1509-10), Palacio
Apostólico, El Vaticano
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Aún tengo muchas cosas que decirles, pero todavía no las pueden comprender. Pero cuando venga el Espíritu de la verdad, Él los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder. Él me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho que tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes".
Con
el himno litúrgico de Pentecostés, la Iglesia pide al Espíritu Santo que llene
lo más íntimo de los corazones de sus fieles con un rayo de su luz, porque sin
su ayuda nada hay en el hombre, nada que sea inocente y bueno. Jesús lo llamó Espíritu de la verdad, porque aclara la
mente y el corazón. Su luz es necesaria para discernir.
Los
guiará a la verdad completa. No que Jesús haya dado la verdad a
medias y por eso el Espíritu tendrá que completarla. La revelación divina se ha
cumplido plenamente en Él, Enviado definitivo. Dios se nos ha dicho todo en Él.
Si se hubiese guardado algo sin revelárnoslo, aún estaríamos esperando quien nos
lo dé a conocer. En Jesús habita la plenitud; Dios se nos ha dado en Él de una
vez y para siempre.
Función del Espíritu será infundir el conocimiento perfecto que se
adquiere por el amor: pues siempre se puede comprender más algo que se ama. El
Espíritu Santo no dirá nada diferente ni contrario a lo dicho por Jesús. Anuncia nuevamente,
interpreta, da luz para comprender en profundidad las enseñanzas de Jesús y
para vivirlas en la práctica y en el presente. El Espíritu actualiza la
presencia de Jesucristo. Habla aquí y ahora lo que Jesús dijo entonces. Lo que
hace el Espíritu es llevarnos a la verdad que es Jesucristo, nos la hace
transparente.
Se puede decir que el Espíritu, al venir a nosotros, reproduce la
misma actitud de Jesús, que no quiso hablar por su cuenta ni buscar su propia
gloria, sino que nos transmitió lo que oía a su Padre. Él no hablará por su cuenta, sino que dirá únicamente lo que ha oído.
Y
les anunciará las cosas venideras. Esto no
tiene nada que ver con la adivinación y el vaticinio. El ser humano por ser
mortal siente el ansia de conocer el futuro que le aguarda. Por eso muchos recurren
a la magia, a las predicciones y los horóscopos, que lo único que hacen es paliar
la angustia y la inseguridad presente. Las cosas
venideras a las que alude Jesús son las relativas al reino de Dios que se
desarrolla escondido en la historia como la semilla plantada en la tierra o la
levadura en la masa.
El Espíritu enseña a discernir los signos de los tiempos, ilumina
el presente a la luz del pasado (la Palabra, la historia de Jesús), y asiste a
la Iglesia en la difícil tarea de unir la fidelidad con la renovación continua. Mantiene viva en el presente la
memoria de Jesús. Nos hace leer todos los acontecimientos a la luz de su
historia y del ejemplo de su vida. Si no lo hacemos, podremos pensar que la
violencia triunfa y que el amor es inútil, no conduce a nada. Pero el Espíritu
nos hace ver que, aunque desmentido y crucificado, es el amor el que saldrá
finalmente vencedor y que este amor salvador se ha revelado en el que fue
aparentemente vencido en la cruz pero resucitó de entre los muertos.
La relación del Espíritu Santo con el Hijo se ve en las palabras: Él me glorificará, porque todo lo que les dé
a conocer lo recibirá de mí. La gloria
se ha revelado en la carne del Hijo
del hombre, y su conocimiento es un proceso abierto y progresivo, nunca se la
capta totalmente, se la conoce cada vez más y más, porque es verdad dinámica e
infinita.
El Padre ya ha glorificado a Jesús en la cruz y en la
resurrección. Se puede decir, entonces, que la gloria con que el Espíritu lo glorificará será la participación de
su vida divina con los discípulos: la gloria del Hijo en los hermanos. Así lo
dirá Jesús cuando ore al Padre por ellos: Yo
les he dado la gloria que tú me diste (17,22) para que el amor con que me
amaste esté en ellos y yo en ellos (17,26). La misma gloria, el mismo amor,
la misma voluntad salvadora, el mismo ser. Todo
lo del Padre es mío. Lo que recibe de mí, lo dará.
Así, pues, el Espíritu difunde el amor de Dios en sus criaturas. Comunica a Cristo y lo imprime en nuestros corazones,
para que seamos verdaderos hijos y hermanos. Nos hace crecer continuamente en
Cristo, hasta ser transformados en él, para que nuestra carne, mortal como la
de él, sea signo del Dios invisible.
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