P. Carlos Cardó, SJ
La ascensión de Cristo, óleo sobre
lienzo de Fritz von Uhde (1897), iglesia de la Ascensión, Munich, Alemania
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "La paz les dejo, mi paz les doy. No se la doy como la da el mundo. No pierdan la paz ni se acobarden. Me han oído decir: ‘Me voy, pero volveré a su lado’. Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Se lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, crean. Ya no hablaré muchas cosas con ustedes, porque se acerca el príncipe de este mundo; no es que él tenga poder sobre mí, pero es necesario que el mundo sepa que amo al Padre y que cumplo exactamente lo que el Padre me ha mandado".
Les dejo mi paz, les doy la paz.
Pronunciada por Jesús
con toda la resonancia semítica que le es propia, la paz (shalom),
que deja a los suyos como su regalo final, no significa solamente la ausencia
de conflictos o la tranquilidad del alma, sino que es el don por excelencia, que
contiene todos los dones.
La
paz significa el hallazgo de lo que
se busca, el logro de lo que se desea. En eso consiste la paz mesiánica que el
Señor nos deja como fruto de su pascua; plenitud de bendición, fruto del amor. Esta
paz que, según la Biblia, sólo Dios puede conceder, Jesús la da por ser el
Hijo, el príncipe de la paz (Is 9,6),
que cumple a cabalidad las promesas de su Padre: Entonces florecerá la justicia y una paz grande hasta que falte la luna
(Sal 72, 7).
No
como la da el mundo. Para el mundo, la paz es ausencia
de guerra, designa el intervalo –¡muchas veces tan corto!– que se da entre un conflicto
y otro, una guerra y otra. La paz del mundo dura mientras el vencedor sea capaz
de seguir imponiéndose sobre el vencido y éste sea incapaz de rebelarse y
vengarse. Por eso, dice el mundo: “Si quieres paz, prepárate para la guerra”, pero
la paz que así se logra tiene el resultado precario de la mera disuasión y del miedo,
o el sabor amargo de aquello que se consigue con la violencia y la muerte.
Así no es la paz de Cristo.
Tampoco es su paz la de quien endurece sus sentimientos para
permanecer impávido frente a las necesidades y sufrimientos de los que lo rodean,
y busca sólo su propia felicidad y no la de los demás. La paz de Cristo es la
paz que nace de un amor más fuerte que la muerte, es la paz del Crucificado Resucitado,
que, ante el dolor de los demás, no se pone a buen resguardo, y ante la
injusticia no teme morir por la justicia.
La partida física de Jesús no nos deja un vacío lleno de temor y
desaliento. No se turbe su corazón,
dice a sus discípulos con insistencia. Su
vuelta al Padre significa que permanece en nosotros con su amor, gracias al
Espíritu Santo. Va al Padre a prepararnos un lugar junto a Él, y viene a
nosotros de un modo nuevo. Por eso nos dice: que se alegre su corazón.
Si
me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre porque el Padre es más que yo.
Se alegrarán por los bienes que su pascua les va a aportar, en especial
por la salvación plena que les ha obtenido con su cruz. Juan Bautista se había
alegrado al oír la voz de Jesús (3, 29)
y Abrahán saltó de gozo al intuir el día
del Mesías (8, 56). El gozo de los
discípulos debe ser mayor porque verán que Jesús ha cumplido su misión, ha sido
glorificado y ha vuelto al Padre, alcanzando la meta que todo creyente aspira
alcanzar, la de estar definitivamente con Dios, el dios de mi alegría (Sal 43, 4). A Él llega Jesús, atraído y
conducido, como hace un padre con su hijo querido, y éste se alegra de estar
con aquel de quien procede porque sabe que es donde mejor puede estar.
Jesús lo reconoce así y no duda en afirmar: porque el Padre es más que yo. El Padre es el Enviante, Jesús es el
Enviado que tiene en Él su origen y de Él procede. Engendrado, no creado y de
la misma naturaleza que el Padre, como afirma el credo, Jesús es el consagrado,
que Dios envió al mundo (10,36), y
por eso cuando habla es Dios mismo quien
habla porque Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu… y le ha confiado
todo (3,34-35; 17,7), principalmente el poder de dar vida (5,26).
A Él vuelve Jesús para ser glorificado plenamente con la gloria que
compartía con Él antes de que el mundo existiera (17,5), y en ese lugar de la gloria quiere que estén los que han creído
en Él. Es lo que pedirá como su deseo último antes de padecer: Padre, yo deseo que todos estos que tú me
has dado puedan estar conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que
me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo (17,24). Radica
aquí el motivo de la alegría del creyente: en Jesús se le ha abierto
definitivamente el camino hacia Dios, meta de su caminar en este mundo.
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