P. Carlos Cardó, SJ
Expulsión del paraíso, óleo sobre lienzo de Pier
Francesco Mola (1638), Museo Nacional de Varsovia, Polonia
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Como el Padre me ama, así los amo yo. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecen en mi amor; lo mismo que yo cumplo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena".
La parábola de la vid y los sarmientos planteó la necesidad de
estar unidos a Cristo, como condición de una vida verdaderamente fecunda. Si el
sarmiento está unido a la vid, da fruto. En el texto de hoy, Jesús insiste en la
idea de permanecer en él: Como el Padre me ama a mí, así los amo yo a
ustedes. Permanezcan en mi amor.
Nuestro
destino a ese amor (Yo los he
elegido - 15,16) se alcanza en la puesta en práctica de sus
mandamientos, que el mismo Jesús resumirá en el amarse unos a otros. Esto es
lo que les mando: ámense los unos a los otros (15,17). Y da para ello la
motivación más positiva: Les he
dicho esto para que participen en mi alegría, y su alegría sea completa (v.11).
En
efecto, no hay alegría más plena que la de sentirse sostenido por el amor de
Dios y corresponder a Él amando y sirviendo a los demás. Entonces, la misma
relación con Dios cambia, se vuelve confianza plena. Como dice el mismo San
Juan en su carta: En el amor no hay lugar
para el temor. Al contrario, el amor perfecto destierra el temor, porque el
temor supone castigo, y el que teme no ha logrado la perfección del amor (1
Jn 4,18).
Pero cuesta entender que Dios nos
ame de manera incondicional y desinteresada. En nuestra mente pesan demasiado experiencias
–propias o vividas por otros– de amores mezclados con el afán de dominio y búsqueda
de uno mismo, que desembocan en la agresividad, los celos y la desconfianza. Por
eso, no es fácil imaginar un amor absolutamente limpio, generoso y
desinteresado. Trasladamos esto al plano religioso y nuestra idea de Dios se
pervierte: lo imaginamos como un patrón, un legislador, un juez; todo, menos un
padre-madre que nos ama incondicionalmente.
Al mismo tiempo, nuestro interior suele
estar cargado de imágenes y sentimientos de obligación y culpabilidad, que, en
vez de orientar la conciencia hacia la libertad responsable, la vuelven
temerosa y centrada en sí misma. A partir de ahí, lo religioso se vuelve el
campo del deber, no de la gratuidad del amor; de la ley y no del Espíritu que
hace libres; de la culpa y no del encuentro personal con un Dios, cuyo único
deseo es que seamos felices.
Se podría decir que todo el progreso
en la vida cristiana consiste en ir aprendiendo a creer en el amor de Dios. Es
cierto que podemos olvidarnos y abusar del amor, pues no hay nada más frágil y vulnerable,
pero al mismo tiempo no hay cosa que transforme más a una persona que el
saberse amada de verdad.
Así, pues, queda en pie esta
verdad que ilumina y alienta: si creyésemos en el amor que Dios nos tiene,
nuestra vida cambiaría. Lo dijo Jesús a la Samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios…! (4, 10). Es decir, si dejamos que el
Espíritu del Señor guíe nuestras acciones, veremos que, en efecto, el amor es
frágil y vulnerable, pero también que nada hay más fuerte y exigente que el
amor. Sólo que se asume su exigencia no como algo que viene del exterior sino de
dentro, no se vive como obligación impuesta, no genera resentimiento, tiene el
sentido de la gratuidad, la alegría, la libertad.
Si creemos que Dios nos ama con
todo su ser, que no piensa sino en nuestro bien, que es incapaz de castigar y
de vengarse, que lo único que quiere es ayudarnos a realizarnos como personas y
ser felices, nuestra vida ciertamente resultará distinta.
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