P. Carlos Cardó, SJ
Madonna
della loggia
(Virgen de la Galería), témpera sobre tabla de Sandro Botticelli (1467),
Galería de los Uffizi
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «No se turben; crean en Dios y crean también en mí. En la casa de mi Padre hay lugar para todos. De no ser así, no les habría dicho que voy a prepararles un lugar. Y después que me haya ido y les haya preparado el lugar, regresaré y los llevaré conmigo, para que puedan estar donde voy a estar yo. Ustedes ya conocen el camino.»
Cuando
se escribió el Evangelio de Juan, la primera comunidad de Jerusalén padecía las
persecuciones que sus conciudadanos judíos habían desencadenado contra ella.
Jesús ya no estaba físicamente con ellos y sentían la necesitaban su apoyo. En
ese contexto recordaron lo que Jesús había dicho en su última cena: No se angustien. Creen en Dios, crean también en mí.
Así
mismo, los cristianos de todos los tiempos han vivido y seguirán viviendo momentos
difíciles, en los que se ha de reavivar la confianza de que el Señor, por su
resurrección, sigue entre nosotros y no nos abandona nunca. La confianza es componente
esencial de la fe. Y la razón de la confianza es la convicción de que, a partir
de su resurrección, Jesús ha iniciado una nueva forma de existencia y que la
vía para experimentar su compañía consiste en amarnos unos a otros, orar juntos,
en una palabra, vivir según el Espíritu Santo que Él ha enviado a nuestros
corazones.
Jesús va a volver a su Padre, pero
no se desentiende de los suyos que quedan en el mundo. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, les dice. “Casa de mi Padre” había llamado al
templo cuando lo purificó expulsando a los mercaderes. Ahora habla del lugar
donde habita su Padre, que no es un espacio físico, sino el ámbito en el que
actúa el amor perfecto. El que me ama se
mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará y vendremos a él y viviremos
(pondremos nuestra morada) en él (14,23).
El Padre y su Hijo habitan en nosotros por el Espíritu Santo. Sobre
esta afirmación de Jesús se fundamenta la sagrada dignidad del ser humano en la
visión cristiana de las cosas. Pero nos cuesta mucho vivir conforme a esta
identidad nuestra de ser templo, casa, morada de Dios. Se ultraja su templo, se
destruye su morada, cada vez que se daña o perjudica al prójimo. Sacamos a Dios
de nuestra vida, lo arrojamos fuera o lo olvidamos, cada vez que intentamos
vivir sin oír su voz, o nos angustiamos por no saber asumir nuestra soledad que
siempre está llena de su misteriosa presencia.
Desde otra perspectiva, “casa del Padre” es también la meta del
destino de Jesús y de nuestro destino
personal. Por eso dice Jesús: Voy a
prepararles un lugar, un lugar junto al Padre, para vivir con Cristo,
participando de su misma vida, que es felicidad perfecta. Ese es el lugar que
nos tiene preparado Jesús. Vendrá y nos llevará consigo. Mientras tanto, hasta que
Él venga, el amor nos hace estar donde Él está. Si antes Jesús estaba
físicamente con sus discípulos, ahora
está en sus discípulos.
Tomás no entiende este lenguaje. No comprende que aunque su
Maestro vuelva a su Padre, quedará siempre con ellos. Como él, también nosotros
actuamos a veces como ignorando dónde está Dios, perdemos de vista el camino
para estar con él, o buscamos nuestra realización y felicidad donde no pueden
estar. En su respuesta a Tomás, Jesús nos hace ver que viviendo su forma de
vida nos encontramos a nosotros mismos, y alcanzamos la felicidad que perdura,
es decir, alcanzamos a Dios. Yo soy el
camino, la verdad y la vida, nos dice.
Si meditamos las palabras de Jesús y,
sobre todo, las llevamos a la práctica en el amor al prójimo, veremos que nos
aseguran su presencia, nos hacen vivir con
Dios. Se realiza en nosotros el deseo de Jesús: que puedan estar donde voy a estar yo.
De otro lado hoy celebramos en el Perú el Día de la Madre. Hoy sentimos de modo muy especial la presencia
viva del amor de Dios. Porque pensar en nuestra madre es poner ante nuestros
ojos uno de los más bellos reflejos del amor y de la ternura de Dios. Dios, fuente de vida, se quiso revelar a los hombres como el
amor del que brotan todos
los amores, el amor del padre y de la madre (Is 49,15).
Llegado el momento de su plena revelación por medio de su
encarnación, eligió a María a quien embelleció como la mejor de todas las
madres para que fuera madre de su Hijo y madre nuestra. De ese modo el valor de
la maternidad fue elevado a su más alto grado. La Iglesia reconoce en la
maternidad la vocación eterna y sublime de la mujer, que brota de lo específico
de su ser: de su fisiología, de su psicología, de sus sentimientos.
Después de siglos de espera, hoy se reconocen otras vocaciones y
aptitudes de la mujer para una participación activa y eficiente en la
construcción de la sociedad al igual que el varón. Hoy la mujer brinda su
colaboración social y profesional en todos los estamentos y niveles de la
sociedad, aunque es verdad que aún se debe luchar para lograr iguales
oportunidades que el varón para el acceso al trabajo y una auténtica igualdad
salarial, para que los individuos que realizan trabajos similares reciban la
misma remuneración, sin importar el sexo, raza, nacionalidad, religión o
cualquier otra categoría.
Es cierto también que la tarea de la madre en el hogar debe
complementarse con la presencia y responsabilidad del padre. Sin embargo, aun
apoyando todo esto, es oportuno reafirmar la importancia insustituible que
tiene la mujer-madre al comienzo de la vida humana. Por ello, debemos poner
nuestro empeño para que la dignidad de la vocación maternal no desaparezca en
la vida de las nuevas generaciones; para que no disminuya la autoridad de la
mujer-madre en la vida familiar, social y pública, en la cultura, en la
educación y en todos los campos de la vida.
Recordemos en fin que la maternidad no es una únicamente una
función biológica, sino que se expresa a través de muchas formas de amor
tutelar. Por eso la vocación maternal se realiza también en la adopción de
niños huérfanos o desamparados y en todos aquellos servicios por medio de los
cuales la mujer –muchas veces mejor que el varón– ofrece a los niños sustento
material y afectivo, educación, ternura y comprensión.
Así, pues, llenos de alegría, expresamos nuestra gratitud a la
mujer que nos ha transmitido la vida y pedimos para ella una especial protección
de nuestra Madre María.
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