miércoles, 21 de agosto de 2019

Los trabajadores de la viña (Mt 20,1-16)

P. Carlos Cardó SJ
Parábola de los trabajadores de la viña, óleo sobre lienzo de Rembrandt Harmenszoon van Rijn (1637), Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia 
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:"El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: "Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido." Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: "¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?".Le respondieron: "Nadie nos ha contratado".Él les dijo: "Id también vosotros a mi viña".Cuando oscureció, el dueño de la viña dijo al capataz: "Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros."Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: "Estos últimos han trabajado sólo una hora, y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno".Él replicó a uno de ellos: "Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?" Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos".
Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos. De ninguna manera esta frase alienta la incompetencia y la mediocridad. Los talentos que Dios da hay que hacerlos producir. Procurar mejorar en todo, perfeccionarse en los estudios, progresar profesionalmente, es lo que toda persona debe hacer por su propio bien y el de la sociedad. Pero si la motivación para lograrlo no es la de servir mejor, sino únicamente el lucro, la autocomplacencia y el provecho egoísta, desde el punto de vista cristiano eso no sirve para nada. Lo dice San Pablo: Ya puedo yo hablar las lenguas de hombres y de los ángeles, pero si no tengo amor soy como un bronce que suena o unos platillos que hacen ruido (1Cor 13,1); en otras palabras, ya puedo ser un “triunfador” según el mundo, pero si no actúo por amor no merezco ninguna alabanza.   
La parábola es sencilla: el dueño de la viña, que representa al Padre del cielo, contrata a toda clase de obreros y a todos les paga un mismo jornal. Unos van a trabajar a primera hora, otros al mediodía y otros cuando la jornada ya concluye; cada uno cuando lo llama el Señor. A todos, en el tiempo propicio, cuando el Señor así lo dispone, nos toca la gracia.
Jesús toma distancia de la justicia humana, que a veces puede ser parcial y deficiente. El “dar a cada uno lo suyo” puede fomentar las desigualdades cuando exigimos desde nuestros derechos adquiridos, buscando incrementar lo que ya tenemos, sin pensar primero en asegurar las necesidades más urgentes que otros padecen. La justicia de Jesús es de otro orden: para Él, los últimos han de ser tratados como los primeros. La caridad y la misericordia coronan la justicia. Dios no se rige tanto por la justicia del derecho sino por la gracia.
Sin darnos cuenta podemos trasladar a nuestra relación con Dios la lógica contable y lucrativa que rige los intercambios económicos. La relación con Dios no se basa en inversiones y ganancias, méritos y recompensas. Dios es amor gratuito y sobrea­bundante. Y su modo de obrar nos debe mover a ser agradecidos y desinteresados. Querer llevar una vida recta y hacer obras buenas para asegurarnos un premio aquí o en el más allá, es obrar como los primeros trabajadores de la viña que se quejan de que los últimos reciban igual salario; ellos quieren recibir más por sus méritos propios, no por gracia del Señor. No han conocido la justicia del reino, no han aprendido la lección de la gratuidad, núcleo central del amor.
Así se portó Jonás cuando vio que Dios perdonaba a los habitantes de Nínive, que él creía merecedores de castigo. Así se portó también el hijo mayor que se quejó contra su padre porque mandó celebrar un banquete por el regreso del hijo pródigo. Lo mismo ocurría en la primitiva Iglesia con los cristianos procedentes del judaísmo que se quejaban porque los venidos del paganismo tenían en la Iglesia igual rango y derechos que ellos.
Jesús mismo tuvo que enfrentar esta dificultad: los judíos no podían comprender que Dios ofreciera el don de la salvación a judíos y no judíos. Por eso declaró: Vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados fuera a la tiniebla (Mt 8,11-12).
Finalmente, esta página del evangelio nos abre los ojos a una realidad siempre actual: muchos, por el cargo que ocupan o por las buenas obras que practican, adquieren relevancia y llegan a creerse superiores a los demás. Pero la verdad es que ante Dios no podemos esgrimir derechos adquiridos ni exhibir méritos, pues los que consideramos “últimos” pueden estar delante de nosotros ante Dios.
Seguir a Jesús pobre y humilde, venido no a que lo sirvan sino a servir, significa superar todo espíritu de rivalidad y codicia, desterrar todo “exclusivismo”, alegrarse con el éxito y cua­lidades de los demás, admitir con gozo que otros sean favorecidos por el Señor, que ama a todos sin distinción y gratuitamente, es decir, sin esperar nada a cambio.

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