P.
Carlos Cardó SJ
Fraternidad o el fuego creador,
mural de Rufino Tamayo (1968), sede de la Organización de las Naciones Unidas,
Nueva York, Estados Unidos
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y cómo me angustio mientras llega! ¿Piensan acaso que he venido a traer paz a la tierra? De ningún modo. No he venido a traer la paz, sino la división. De aquí en adelante, de cinco que haya en una familia, estarán divididos tres contra dos y dos contra tres. Estará dividido el padre contra el hijo, el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra".
Fuego he venido a encender en la
tierra, les dice. Es el fuego de
su Espíritu, de su vida, con el que nos ha bautizado. Es el fuego de la
conversión, que transforma en nosotros aun aquello que no podemos cambiar. Es
ardor espiritual, mística, entusiasmo, es decir, lo propio del amor. El Cantar de
los Cantares (8,6s) habla justamente del amor como centella de fuego, llamarada
divina, inextinguible, más fuerte que la muerte. El amor con que Dios nos ama
enciende ese fuego; pero el problema es que nos resistimos a que arda en
nosotros.
Con
la pasión de su amor por nosotros, habla luego Jesús de la pasión que va a
sufrir, y la siente como una terrible
prueba. La espera de una muerte tan cruel llena de ansiedad su interior y
lo fuerza a decir: ¡que angustiado estoy hasta que se cumpla!
Ante
el destino de cruz, la condición humana se estremece. Su voluntad de entregar
su vida por nuestra salvación le lleva a tener que pasar por donde no quiere, con
la confianza de que su Padre no lo abandonará. Se siente internamente dividido
entre un deseo y una angustia, es la lucha interior que en el huerto de Getsemaní
le hará sudar sangre, la lucha del amor que vence en la prueba suprema.
Jesús
es consciente de que su proclamación del reino, como triunfo del amor salvador
de Dios en el mundo, ha sido acogida por algunos, pero ha chocado desde el
inicio de su predicación con la incomprensión de la mayoría, aun de sus propios
familiares, y la oposición cada vez más hostil de las autoridades del pueblo.
La
fidelidad a su proyecto, en perfecta sintonía con los designios del Padre, le ha
creado enemigos, que se muestran más poderosos y violentos a medida que se
acerca a Jerusalén, capital del poder político y religioso. Por eso sus palabras
se vuelven cada vez más exigentes: no puede dejar de advertir a sus discípulos
que su mensaje produce divisiones en la sociedad y confrontación hasta en la
propia familia.
Hoy
también Jesucristo sigue llamando a la radicalidad de su seguimiento, que puede
llevar a posponer, de forma más o menos espinosa y difícil, otros valores –tan
amados como el valor familia– para que el evangelio prevalezca en la
orientación de la propia conducta.
Él
ha venido a traer la paz de unidad y de justicia. No una paz barata, sin mayores
exigencias y alcances. El compromiso por la justicia, que el reino de Dios exige,
puede producir a veces separación o incomprensión de los otros. El cristiano
las asumirá con la firmeza de sus convicciones, detrás de las cuales actúa
siempre el amor de Dios que triunfa.
El
mensaje cristiano siempre podrá parecer crítico porque busca, interroga,
conmueve. La palabra del Señor enfrenta a toda sociedad mal organizada e
interpela también a la Iglesia por las adherencias que se le pegan en su labor
por el reino. El evangelio es actual
y lúcido; utiliza códigos culturales de hoy, pero no concuerda con
proclamas ideológicas.
Es
esperanzador, libera, comunica
el Espíritu de Dios que siempre alienta e impulsa, no desanima ni humilla; pero
propone el ejemplo de Jesús, que nunca pretendió estar a bien con todos ni a
cualquier precio, ni quiso poner su vida a salvo sino entregarla.
El
evangelio es el sueño de Jesús de una humanidad realmente fraterna, un mundo
donde sea posible la justicia. Ese es el fuego interior que le mueve, el fuego
que ha venido a traer a la tierra, y cómo
desearía que estuviera ya propagándose. ¡Ojalá estuviera ya ardiendo! Pero
nos da miedo ese fuego de amor y justicia, y no le permitimos que prenda en
nosotros. Olvidamos lo que dice San Pablo: Es cierta esta verdad: Si con él morimos,
viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él; si lo negamos, también
él nos negará; si le somos infieles, él permanece fiel porque no puede negarse
a sí mismo (2 Tim 2, 12-14).
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