P.
Carlos Cardó SJ
Jesús
cura a un niño poseído por el demonio, ilustración con tinta y pigmentos sobre
papel listado de Ilyas Basim Khuri Bazzi Rahib (1684), Museo de Arte Walters,
Baltimore, Estados Unidos
Cuando volvieron donde estaba la gente, se acercó un hombre a Jesús y se arrodilló ante él. Le dijo: «Señor, ten piedad de mi hijo, que es epiléptico y su estado es lastimoso. A menudo se nos cae al fuego, y otras veces al agua. Lo he llevado a tus discípulos, pero no han podido curarlo».Jesús respondió: «¡Qué generación tan incrédula y malvada! ¿Hasta cuándo estaré entre ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? Tráiganmelo acá».Enseguida Jesús dio una orden al demonio, que salió, y desde ese momento el niño quedó sano.Entonces los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron en privado: «¿Por qué nosotros no pudimos echar a ese demonio?».Jesús les dijo: «Porque ustedes tienen poca fe. En verdad les digo: si tuvieran fe, del tamaño de un granito de mostaza, le dirían a este cerro: Quítate de ahí y ponte más allá, y el cerro obedecería. Nada sería imposible para ustedes. (Esta clase de demonios sólo se puede expulsar con la oración y el ayuno)».Un día, estando Jesús en Galilea con los apóstoles, les dijo: «El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y le matarán. Pero resucitará al tercer día».Ellos se pusieron muy tristes.Al volver a Cafarnaún, se acercaron a Pedro los que cobran el impuesto para el Templo. Le preguntaron: «El maestro de ustedes, ¿no paga el impuesto?».
Se trata de un niño que padece una enfermedad incomprensible; en
el original griego del evangelio su padre dice a Jesús: Ten misericordia de él porque es lunático. Cabe recordar que
antiguamente se vinculaba la epilepsia a las fases de la luna y que cierto tipo
de enfermedades eran atribuidas al influjo de los llamados espíritus malos. El
hecho es que el padre ve a su hijo en riesgo de ser destruido por el fuego o el
agua, poderes de muerte, contra los cuales muchas veces no se puede hacer nada.
El padre refuerza su petición refiriéndose a la incapacidad de los
discípulos para curar a su hijo. Esto hace reaccionar a Jesús de manera
discordante porque no responde directamente al ruego del padre, ni al intento
fallido de los discípulos, sino a la falta de fe del pueblo, en general, al que
designa como esta generación incrédula y
perversa, como lo llamó Dios cuando Moisés intercedió en favor de los
israelitas rebeldes: ¿Hasta cuándo tendré
que soportar a esta generación malvada que murmura contra mí? (Num 14, 27;
cf. Dt 32, 5).
A continuación, el evangelista hace constar la curación del niño
de manera sumamente escueta, aludiendo sólo ahora al demonio. Jesús ordenó salir al demonio y éste salió
del muchacho, que sanó en el acto. Pero aunque el relato en sí del milagro
sea tan escueto, queda claro que enfermedades como la epilepsia y, de manera
general, todo aquello que desfigura o deteriora a la persona humana no puede
ser querido por Dios, y rompe la imagen del ser humano diseñada por su Creador,
por lo cual Jesús combate contra los males y los vence con su poder.
Los discípulos habían recibido de Jesús este poder, pero no han
sabido cómo ejercitarlo. El grupo entra
en crisis. Con una mezcla de decepción y extrañeza se dirigen a Jesús: ¿Por qué no pudimos expulsarlo?
También nosotros nos preguntamos algo similar en muchas
circunstancias: ¿Por qué no logramos vencer una tendencia o una mala costumbre?,
¿por qué no conseguimos cambiar un conflicto familiar que se alarga en el
tiempo?, ¿por qué no logramos superar situaciones o condiciones sociales o
económicas del país que oprimen a la gente y quitan calidad a sus vidas?
La respuesta de Jesús es categórica: Porque tienen poca fe. Contra grandes males, se requiere gran fe.
Lo primero, por tanto, habrá de ser asumir la propia debilidad y aprender a
confiar. La fe hace ver las dificultades como desafíos y las crisis como
oportunidades, recordando lo que Pablo decía cuando pensaba en sus propias
flaquezas: cuando soy débil, entonces soy
fuerte (2 Cor 12, 10).
La fe impulsa a poner los medios a nuestro alcance, pero recurriendo
al mismo tiempo a la oración y confiando siempre en el poder ilimitado de
Jesús. Es la paradoja de la fe que parte del reconocimiento de la propia
debilidad y al mismo tiempo capacita para alcanzar aquello que uno no podría
pensar, como dice Jesús en el evangelio de Juan: Les aseguro que el que cree en mí, hará también las obras que yo hago e
incluso otras mayores, porque yo me voy al Padre (Jn 14, 12).
Para infundir esta confianza en sus discípulos, Jesús pronuncia la
frase sobre la fe que traslada montañas. Para no caer en literalismo, hay que
reconocer que es una hipérbole judía que equivale a «hacer lo imposible». Pero
no cabe duda que remar mar adentro, atreverse a remover lo que parece
inamovible, tener el coraje de intentar lo que parece
improbable, eso es justamente lo propio de la fe, sin la cual no podremos hacer
que la vida triunfe en nuestra sociedad.
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