Parábola del grano de mostaza,
ilustración de Eugene Burnand en “Les Paraboles”, de los editores
franceses Berger y Levrault (1908)
Jesús les propuso otra parábola: «Aquí tienen una figura del Reino de los Cielos: el grano de mostaza que un hombre tomó y sembró en su campo. Es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece, se hace más grande que las plantas de huerto. Es como un árbol, de modo que las aves vienen a posarse en sus ramas.»Jesús les contó otra parábola: «Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: la levadura que toma una mujer y la introduce en tres medidas de harina. Al final, toda la masa fermenta.» Todo esto lo contó Jesús al pueblo en parábolas. No les decía nada sin usar parábolas, de manera que se cumplía lo dicho por el Profeta: Hablaré en parábolas, daré a conocer cosas que estaban ocultas desde la creación del mundo.
El anuncio del reinado de Dios, tema principal de la predicación de
Jesús, suscitó una gran expectativa de la gente y de sus propios discípulos,
que creyeron poder participar de su triunfo, como ellos lo imaginaban. Pero
pronto observaron que no había nada glorioso en la persona y modo de proceder de
Jesús; se situaba, más bien, fuera de las esferas del poder político y
religioso y realizaba su obra en aldeas y pequeñas ciudades de la región pobre
de Galilea. Muchos se desilusionaron y le dieron la espalda. No era el mesías
que ellos esperaban. Frente a esta reacción de la gente, Jesús toma posición
clara y la expresa con esta parábola.
Compara el reino de Dios a la semilla de mostaza, que, siendo
pequeñísima puede llegar a medir dos o tres metros de altura y se cuenta entre
las mayores hortalizas. Los oyentes de Jesús que pensaban el reinado de Dios
como el triunfo de Israel sobre sus enemigos y como el restablecimiento de la
monarquía de David, pensarían quizá en la imagen de un árbol frondoso y no en la
de una pequeña semilla. De hecho así aparece en Ez 17,22-24: Dice el Señor: Tomaré la copa de un cedro y
de la punta de sus ramas un tallo y lo plantaré en un monte elevado; lo
plantaré en un monte alto de Israel, y echará ramas y dará frutos y se hará
cedro magnifico. Toda clase de pájaros anidarán en él.
Evidentemente, en la parábola Jesús habla de su propia actividad. El
reino que Él anuncia se hace presente con las curaciones de enfermos y los
signos que realiza para sanar los corazones afligidos, no con la movilización
de los ejércitos celestiales y el derrocamiento de los romanos.
Este comienzo nada grandioso tendrá un desarrollo inesperado. Jesús invita a la confianza y a un
cambio de mentalidad. El señorío de Dios ha comenzado con Él y se están
viviendo ya los tiempos mesiánicos. Sin embargo, es como una realidad que no ha
desplegado aún toda su potencialidad y riqueza. Es una semilla plantada, una
realidad incipiente, apenas perceptible, pero que irá creciendo y sólo al final
alcanzará su plenitud. Ahora, su presencia está como escondida, es pobre,
parcial e imperfecta, pero entre el presente y el futuro último hay una
continuidad fundamental irreversible.
La justicia, la paz y todos los bienes prometidos se van
realizando de manera parcial pero segura, como garantía de la esperanza, en la
pobreza de la predicación de Jesús y de sus discípulos. En ella, como en el
granito de mostaza está contenida la grandeza del arbusto.
Desde otra perspectiva, la pequeñez de la semilla hace pensar en
Cristo, grano caído en tierra. En él se cumple el designio de Dios y su modo de
ser y de actuar: un Dios que se abaja hasta aparecer en la pequeñez de nuestra
carne, en la indefensión del niño nacido en Belén. No cabe desilusión alguna.
Se impone un cambio de mente para comprender el misterio de un mesías pobre y
humilde y de su reino que viene de su misma debilidad.
Es una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica
de su reino: según la cual, el mayor es quien se ha hecho el más pequeño de
todos (Lc 9,48; 22,26ss). Toda la
esperanza cristiana como espera del futuro tiene su fundamento y justificación
en el obrar de Dios en la persona y palabra de Jesús.
Muy similar a la anterior, la parábola de la levadura contiene el
mismo mensaje: la semilla y la pequeña porción de levadura muestran la fuerza
transformadora que tiene la persona y predicación de Cristo para instaurar en el
mundo el reinado de Dios. Lo que se destaca es que la levadura se oculta en la harina,
pero hace fermentar calladamente toda la masa. Así ocurre con el reinado de
Dios: se desarrolla ocultamente en un proceso incesante hasta su plenitud.
En la persona y acción Jesús, sin el esplendor triunfal que se
esperaba del mesías, despunta el germen de la realeza de Dios y el nacimiento
de una nueva humanidad liberada. Dios se pierde, se oculta, se mezcla hasta cargar
con la debilidad y el pecado de la humanidad en su Hijo entregado. Tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras
enfermedades (Is 53, 4; Mt 8,17). Cristo se ha hecho para nosotros levadura
(Gal 3,13; 2Cor 5,21), cordero que
carga el mal de este mundo (Jn 1,29).
Deber de los cristianos es descubrir y transmitir la verdad oculta
(10, 26s; cf. 5, 13-16). Así harán fermentar el mundo.
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