P.
Carlos Cardó SJ
Cristo
y sus discípulos, mosaico del ábside de basílica de Santa Pudenciana, Roma,
Italia, autor anónimo, año 390 D.C.
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En aquel tiempo, llegaron a donde estaba Jesús, su madre y sus parientes; se quedaron fuera y lo mandaron llamar.En torno a Él estaba sentada una multitud, cuando le dijeron: "Ahí fuera están tu madre y tus hermanos, que te buscan".Él les respondió: "¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?".Luego, mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dijo: "Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque el que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre".
Hay en el texto una clara contraposición entre los parientes de
Jesús que se quedan fuera de la casa
y los que están dentro, sentados a su
alrededor. Estar sentados en torno a Jesús equivale a “estar con Él”, que fue
la finalidad para la que Jesús convocó a los Doce: llamó a los que quiso para que estuvieran con él y para enviarlos a
predicar (Mc 3,14). La constitución de los doce apóstoles correspondió al
nacimiento del nuevo Israel. Aquí, los que están sentados a los pies del
Maestro, escuchando su palabra, representan a todos aquellos que siguen a Jesús
con la actitud propia del discípulo.
Probablemente estos de dentro
son la misma gente que llenó la casa hasta el punto de no dejarle a Jesús ni
tiempo para comer (Mc 3,20). Son
venidos de todas partes, gente sencilla, muchos de ellos enfermos que han
venido para ser curados de sus dolencias. No son fariseos ni expertos en la ley
y la religión. Lo cual quiere decir que todos pueden acercarse al Señor, hacerse
discípulos suyos y seguirlo, basta tener fe y disposición para recibir su
palabra y hacerla vida en sus personas.
Llegaron
su madre y sus hermanos y, quedándose afuera, lo mandaron llamar… Jesús
recibe el aviso: ¡Oye! Tu madre y tus
hermanos están afuera y te buscan. No se dice el nombre de su madre ni de
sus hermanos. Tienen aquí una función representativa, son los que están
vinculados a Él por lazos de consanguinidad, la comunidad de la que procede, en
la que se ha criado.
Jesús
respondió: ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y mirando entonces a los que
estaban sentados a su alrededor, añadió: Estos son mi madre y mis hermanos.
Antes el evangelista Marcos captó una mirada de Jesús: cuando en la
sinagoga, antes de curar al hombre de la mano seca, miró a los fariseos. Fue
una mirada de ira. Ahora vuelve a fijarse en el detalle de la mirada. Pero, sin
duda, esta vez es de amor y de acogida a toda esa gente pobre y sencilla que se
ha acercado a Él y forman su círculo, y Él los quiere como su familia
verdadera.
A ese grupo podemos pertenecer. Pero hay que dar el paso de una fe
imperfecta a una fe íntima, hecha de adhesión cálida y profunda a la persona de
Jesús, cuyo mayor interés en todo era hacer la voluntad
de su Padre. Así mismo, el discípulo, sentado a sus pies, aprende de Él a hacer
de la voluntad de Dios la norma de su propio obrar. Y se forja entre el Señor y
sus discípulos un auténtico parentesco, una familia: Estos son mi madre y mis hermanos.
Se puede estar dentro o
estar fuera. Puede uno estar relacionado con Cristo por vínculos
humanos, sociales, culturales, ser contado incluso entre los que llevan su
nombre, cristianos, pero no tener su
parecido, su aire familiar: porque el rasgo más saltante de Jesús, su pasión por
hacer en todo la voluntad del Padre, no se refleja en su persona.
Esta posibilidad está abierta a todos, pues a todos llega la
misericordia de Dios en Jesús, incluso a los que se sienten alejados de “la
casa de Dios”. No es privilegio de unos cuantos el estar cerca del Señor. Se entra
al grupo de su familia mediante la escucha obediente de su palabra.
Hay quienes utilizan injustamente este texto sobre los parientes
de Jesús para atacar el culto que los católicos damos a María. Lo que admiramos
en ella y es motivo de nuestra veneración es precisamente su fe: María es
modelo de creyente y figura de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a
cumplimiento.
Ella es bienaventurada porque cree y su maternidad se origina en
su fe que la hace escuchar la Palabra y darle su asentimiento para que se
encarne en su seno por obra del Espíritu Santo. Lo importante, pues, es pasar
como María de un parentesco físico a un parentesco “según el Espíritu”, fundado
en la escucha y puesta en práctica de la palabra: “Aunque hemos conocido a
Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según el Espíritu” (2 Cor 5,16).
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