P.
Carlos Cardó SJ
La
adoración de los Magos, óleo sobre lienzo de Hendrick ter Brugghen (1619),
Museo Nacional de Amsterdam (Rijksmuseum), Países Bajos
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Jesús había nacido en Belén de Judá durante el reinado de Herodes.Unos Magos que venían de Oriente llegaron a Jerusalén preguntando: «¿Dónde está el rey de los judíos recién nacido? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo.» Herodes y toda Jerusalén quedaron muy alborotados al oír esto. Reunió de inmediato a los sumos sacerdotes y a los que enseñaban la Ley al pueblo, y les hizo precisar dónde tenía que nacer el Mesías.Ellos le contestaron: «En Belén de Judá, pues así lo escribió el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres en absoluto la más pequeña entre los pueblos de Judá, porque de ti saldrá un jefe, el que apacentará a mi pueblo, Israel».
Entonces Herodes llamó en privado a los Magos, y les hizo precisar la fecha en que se les había aparecido la estrella. Después los envió a Belén y les dijo: «Vayan y averigüen bien todo lo que se refiere a ese niño, y apenas lo encuentren, avísenme, porque yo también iré a rendirle homenaje.»Después de esta entrevista con el rey, los Magos se pusieron en camino; y fíjense: la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que se detuvo sobre el lugar donde estaba el niño. ¡Qué alegría más grande: habían visto otra vez la estrella! Al entrar a la casa vieron al niño con María, su madre; se arrodillaron y le adoraron. Abrieron después sus cofres y le ofrecieron sus regalos de oro, incienso y mirra.Luego se les avisó en sueños que no volvieran donde Herodes, así que regresaron a su país por otro camino.
Hoy celebramos la manifestación (epifanía) de Jesús como Salvador de todas las naciones, simbolizadas
en los sabios de Oriente.
Con un conjunto de símbolos de
gran poder sugestivo, el relato de San Mateo hace ver la trascendencia
universal que tiene el nacimiento de Jesús, como “luz” de las naciones. Todo el
género humano está llamado a conocer y acoger la luz que brilla en medio de la
oscuridad. El horizonte de la historia humana no se pierde en las tinieblas. A
todos los pueblos y personas guía el único Dios.
El Espíritu, que actúa en sus
corazones, los impulsa a buscar el sentido que debe tener su vida, la rectitud
que debe caracterizar su conducta, y el empeño que deben poner para construir
la paz por medio de la justicia. Para todos nace el Señor. Y por ello se hace
posible la acogida fraterna de todas las personas, por encima de las
diferencias sociales y culturales. El misterio de Belén lo hace posible.
Una luz brilla como estrella
radiante en el interior de las personas. Se dejan guiar por ella los sabios de
todos los tiempos, que disciernen los significado de los acontecimientos y se
hacen lo suficientemente pobres y sencillos para salir de sí mismos y tender
con perseverancia hacia el conocimiento de la verdad plena. Dios ha creado a todos para que lo busquen,
a ver si a tientas lo llegan a encontrar, dado que no está lejos de nosotros,
pues en él vivimos, nos movemos y existimos (Hech 17, 27-28).
Los valores de las culturas y de
las religiones de la tierra, los logros de la razón humana en todos los campos
de las ciencias y de las artes, el progreso de los pueblos en su organización
humana fraterna, y el dictamen interior de la propia conciencia, señalan los
largos y diversos caminos que, a lo largo de los siglos, conducen a la luz de
la verdad.
Hacia ella dirigen sus pasos los
magos. Han oído que en Jerusalén se les puede transmitir el conocimiento que
les falta, pues es la ciudad santa, capital de la nación que es portadora de
una extraordinaria revelación de Dios. Pero la estrella que los guiaba no brilla
sobre Jerusalén. No encuentran en ella más que mentira y ambición de poder: el rey
Herodes, rodeado de los sumos sacerdotes y expertos en religión afirman, sí,
conocer la revelación contenida en las Escrituras, y envían a los magos a Belén
tierra de Judá, pero ellos no van. Ven como una amenaza al recién nacido rey de
los judíos. Vayan ustedes, les dice
Herodes, e infórmense bien sobre ese
niño… y avísenme para ir yo también a adorarlo.
Pertenecen al pueblo escogido y
manejan las Escrituras, pero rechazan al Salvador que Dios les había prometido.
Los extranjeros, en cambio, venidos de lejos, lo acogen con inmensa alegría.
La estrella que los había guiado volvió
a aparecer en Belén y se detuvo encima de donde estaba el niño. Él es el que da
la luz a la estrella que brilla en la noche (cf. Sab 10,17). Por eso dirá de sí mismo: Yo soy la luz del mundo (Jn 8,12). Luz de Dios que viene para
todos, pero que hay que buscarla, acogerla y dejar que transforme la vida.
Dice el evangelio que los magos vieron al niño con su madre María y lo
adoraron postrados en tierra. Los griegos hacían esto como tributo a sus
dioses, los orientales se postraban también ante sus reyes. Después abrieron sus
cofres y le ofrecieron regalos: oro,
incienso y mirra.
Una antiquísima tradición, que se
remonta a San Ireneo de Lyon en el siglo II, interpreta el oro como tributo al
rey, el incienso como ofrenda a Dios y la mirra como como referencia a la
muerte de Jesús. Muchas otras interpretaciones se han sucedido en la historia:
el oro de las obras buenas, el incienso de la oración y la mirra del control de
los instintos. Otros ha visto el oro en la mayor riqueza que uno tiene, que es
el amor; el incienso en lo que nos eleva, que son nuestros deseos y
aspiraciones; y la mirra, que cura heridas y preserva de la corrupción, en los
padecimientos propios de nuestra condición mortal.
Todo lo que amamos, deseamos y
tenemos, eso es nuestro tesoro. Se lo ofrecemos a Dios y Él entra a nuestro
tesoro. Un villancico que se canta hasta hoy en algunas iglesias evangélicas
exhorta a dar al Niño esos mismos regalos porque «todo cristiano puede ofrecer
estos dones, el pobre no menos que el rico».
El relato termina con una
observación importante: advertidos de que no volvieran donde Herodes, los magos
retornan a su región de origen pero por
otro camino. Quien se encuentra con Cristo cambia de rumbo, queda
transformado. Estos hombres buscaban a Dios y Dios los encontró. Ahora llevan
consigo al Emmanuel, al Dios-con-nosotros.
La Epifanía nos hace ver que somos
peregrinos, por caminos que pueden atravesar desiertos y oscuridades, pero siempre
hay una estrella que brilla y guía hasta Dios. Ella está allí, en el firmamento
de nuestro corazón, en el horizonte de nuestro deseo de libertad, bondad y
felicidad, y también en la realidad de los pesares que nos causan nuestras
debilidades y culpas. Lo importante es buscar. El que busca encuentra, al que llama se le abre. Pronto o tarde una
estrella brillará. No se equivoca nadie que sigue a Cristo.
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