domingo, 13 de enero de 2019

El bautismo de Jesús (Lc 3, 15-16.21-22)

P. Carlos Cardó SJ
Bautismo de Jesús, óleo sobre lienzo de Piero della Francesca (1442), Galería Nacional de Londres
Como el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías, él tomó la palabra y les dijo: «Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego».Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma.
Se oyó entonces una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección».
Al inicio del evangelio, el relato del bautismo de Jesús sirve de ángulo de mira para entender la finalidad que tiene el evangelio: dar a conocer quién es Jesús. En el Jordán, se nos dice que Jesús es el Mesías, el Cristo, portador del Espíritu, y el Hijo amado de Dios, en quien Dios su Padre se complace.
En su bautismo, además, se manifiesta simbólicamente la misión a la que Jesús es enviado por su Padre: misión salvadora que no corresponderá a las expectativas que se habían hecho los judíos, de un libertador político que se impondría con la fuerza y el poder, sino a la misión propia del Siervo de Yahvé, que por amor asume la condición débil y pecadora de sus hermanos y, alineado entre los pecadores, como uno más entre ellos, fue contado entre los malhechores” (Is 53,2).
Esto es lo que los evangelistas observan en el hecho de aceptar Jesús ser bautizado por Juan: un día cuando se bautizaba mucha gente, también Jesús se bautizó, es decir, como uno más.
Bautismo significa inmersión. Y así se practicaba. Hundirse en el agua era símbolo del morir. La fe cristiana vio en ello un anuncio de que el Mesías tendría que sumergirse en la muerte para salir de ella vencedor e iniciar una vida nueva para Él y nosotros. Este es el Mesías, Hijo de Dios y hombre entre los hombres, solidario con nosotros hasta experimentar una muerte como la nuestra.
Mientras Jesús oraba después de su bautismo, se abrió el cielo. Quedó abierto el acceso directo a Dios; el muro del pecado que impedía la comunicación de los hombres con Dios, se derrumba; el futuro cerrado de la humanidad se abre en esperanza.
Para Israel la comunicación de Dios a los hombres había terminado en la época de los profetas: ya no se esperaba que Dios hablase. Para el mundo del paganismo, por su parte, el horizonte de la historia estaba cerrado por el destino y la fatalidad. Con Jesús los cielos se abren. Dios se acerca de manera  definitiva, habla y actúa en Jesús. El horizonte de la realización del ser humano se extiende hasta la unión con Dios, hasta nuestra participación en la vida misma de Dios.
Y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma visible, como de una paloma, prosigue el evangelio. El mismo Espíritu que fecundó el seno virginal de María para realizar la encarnación del Hijo de Dios, desciende ahora para consagrar a Jesús y conducirlo a la realización de su misión (cf. Lc 3, 22; 4,1; Hech 10, 38; Vaticano II, Ad gentes 4). Por poseer plenamente al Espíritu divino, Jesús se comprenderá a sí mismo como el Hijo querido del Padre, y se sentirá impulsado a realizar el proyecto de salvación: El Espíritu Santo está sobre mí... me ha enviado a traer la buena nueva... (Lc 4, 18).
Y se oyó entonces una voz que venía del cielo: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco. Estas palabras del Salmo 2,7 las cantaba el pueblo de Israel en la celebración de la fiesta de la entronización de su rey. Pero mientras al rey de Israel se le llamaba Hijo de Dios por adopción y en cuanto representante del pueblo escogido, aplicado a Jesús este título expresa su íntima y singular vinculación con Dios: Jesús es el hijo engendrado por Dios antes del tiempo, es la presencia de su palabra y de su obrar salvador, hasta el punto que no se entiende la persona de Jesús sino como Hijo de Dios.
Asimismo, puede verse en la voz del cielo una relación con la frase de Isaías 42,1: Este es mi siervo a quien sostengo, mi elegido en quien me complazco. Jesús asume esa conciencia de su propio ser y acepta su misión de Siervo escogido de Dios para redimir a su pueblo.
Esta misión la vivirá precisamente como el paso por un bautismo: ¿Pueden beber el cáliz que voy a beber y ser bautizados en el bautismo que voy a pasar? (Mc 10,38;  cf. Lc 12, 49s). Se puede decir, entonces, que en el bautismo en el Jordán queda estructurado todo el camino de Jesús y del cristiano, camino contrario al que el mundo ofrece, camino del Hijo-Siervo de Dios que conduce a la exaltación.
Digamos, en fin, que el relato del bautismo de Jesús tiene también un cometido eclesial: remite al significado del bautismo en la Iglesia, con el que nos unimos a Cristo.  También nosotros fuimos bautizados[1].
Dios tomó posesión de nosotros —y no sólo de nuestra parte afectiva y sentimental, o de nuestra razón, ideas y especulaciones, o de las emociones religiosas— sino  que entró en lo más íntimo de nuestro ser y puso en él su propio ser divino. Esta es nuestra verdad: que ya desde los primeros días de nuestra vida, Dios se comprometió con nosotros, y de manera pública, solemne, infundiéndonos su vida, por el Espíritu del amor que derramó en nuestros corazones.
En el bautismo, también de nosotros dijo Dios: Tú eres mi hijo y te convierto en templo de mi Espíritu. A partir de entonces Dios habita en la profundidad de nuestro ser, allí donde quizá no logramos llegar con los recursos de la psicología profunda, allí, en la hondura de nuestra intimidad, en donde habita el Espíritu que nos hace decir con infinita confianza: Abba, Padre querido.
Confirmemos nuestro bautismo, demos testimonio de él con lo que hacemos y vivimos. ¡Vivamos como bautizados! Hagamos ver que por nuestro bautismo pertenecemos a Dios, estamos ungidos y configurados con Cristo –alter Christus-, para continuar su obra: hacer el bien, liberar, practicar la justicia.



[1] Estas ideas se inspiran en la meditación de Karl Rahner: Marcados con el Sello del Espíritu, en L’Homme au Miroir de l’Année Chrétienne, Paris 1966, págs, 181-182. 

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