P.
Carlos Cardó SJ
Bautismo
de Jesús, óleo sobre lienzo de Piero della Francesca (1442), Galería Nacional
de Londres
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Como el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías, él tomó la palabra y les dijo: «Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego».Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma.
Se oyó entonces una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección».
Al inicio del evangelio, el relato del bautismo de Jesús sirve de
ángulo de mira para entender la finalidad que tiene el evangelio: dar a conocer
quién es Jesús. En el Jordán, se nos dice que Jesús es el Mesías, el Cristo,
portador del Espíritu, y el Hijo amado de Dios, en quien Dios su Padre se complace.
En su bautismo, además, se manifiesta simbólicamente la misión a
la que Jesús es enviado por su Padre: misión salvadora que no corresponderá a
las expectativas que se habían hecho los judíos, de un libertador político que
se impondría con la fuerza y el poder, sino a la misión propia del Siervo de
Yahvé, que por amor asume la condición débil y pecadora de sus hermanos y, alineado
entre los pecadores, como uno más entre ellos, fue contado entre los malhechores” (Is 53,2).
Esto es lo que los evangelistas observan en el hecho de aceptar
Jesús ser bautizado por Juan: un día
cuando se bautizaba mucha gente, también Jesús se bautizó, es decir, como uno
más.
Bautismo significa inmersión. Y así se practicaba. Hundirse en el
agua era símbolo del morir. La fe cristiana vio en ello un anuncio de que el Mesías
tendría que sumergirse en la muerte para salir de ella vencedor e iniciar una
vida nueva para Él y nosotros. Este es el Mesías, Hijo de Dios y hombre entre
los hombres, solidario con nosotros hasta experimentar una muerte como la
nuestra.
Mientras Jesús oraba después de su bautismo, se abrió el cielo. Quedó abierto el acceso directo a Dios; el muro del
pecado que impedía la comunicación de los hombres con Dios, se derrumba; el
futuro cerrado de la humanidad se abre en esperanza.
Para Israel la comunicación de Dios a los hombres había terminado en
la época de los profetas: ya no se esperaba que Dios hablase. Para el mundo del
paganismo, por su parte, el horizonte de la historia estaba cerrado por el
destino y la fatalidad. Con Jesús los cielos se abren. Dios se acerca de manera
definitiva, habla y actúa en Jesús. El
horizonte de la realización del ser humano se extiende hasta la unión con Dios,
hasta nuestra participación en la vida misma de Dios.
Y
el Espíritu Santo bajó sobre él en forma visible, como de una paloma,
prosigue el evangelio. El mismo Espíritu
que fecundó el seno virginal de María para realizar la encarnación del Hijo de
Dios, desciende ahora para consagrar a Jesús y conducirlo a la realización de
su misión (cf. Lc 3, 22; 4,1; Hech 10, 38;
Vaticano II, Ad gentes 4). Por poseer
plenamente al Espíritu divino, Jesús se comprenderá a sí mismo como el Hijo
querido del Padre, y se sentirá impulsado a realizar el proyecto de salvación: El Espíritu Santo está sobre mí... me ha
enviado a traer la buena nueva... (Lc 4, 18).
Y
se oyó entonces una voz que venía
del cielo: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco. Estas palabras del Salmo
2,7 las cantaba el pueblo de Israel en la celebración de la fiesta de la
entronización de su rey. Pero mientras al rey de Israel se le llamaba Hijo de Dios
por adopción y en cuanto representante del pueblo escogido, aplicado a Jesús este
título expresa su íntima y singular vinculación con Dios: Jesús es el hijo
engendrado por Dios antes del tiempo, es la presencia de su palabra y de su
obrar salvador, hasta el punto que no se entiende la persona de Jesús sino como
Hijo de Dios.
Asimismo, puede verse en la voz del cielo una relación con la
frase de Isaías 42,1: Este es mi siervo a
quien sostengo, mi elegido en quien me complazco. Jesús asume esa
conciencia de su propio ser y acepta su misión de Siervo escogido de Dios para
redimir a su pueblo.
Esta misión la vivirá precisamente como el paso por un bautismo: ¿Pueden beber el cáliz que voy a beber y ser
bautizados en el bautismo que voy a pasar? (Mc 10,38; cf. Lc 12, 49s). Se puede decir, entonces, que en el bautismo en el Jordán queda
estructurado todo el camino de Jesús y del cristiano, camino contrario al que el
mundo ofrece, camino del Hijo-Siervo de Dios que conduce a la exaltación.
Digamos, en fin, que el relato del bautismo de Jesús tiene también
un cometido eclesial: remite al significado del bautismo en la Iglesia, con el
que nos unimos a Cristo. También nosotros fuimos bautizados[1].
Dios tomó posesión de nosotros —y no sólo de nuestra parte
afectiva y sentimental, o de nuestra razón, ideas y especulaciones, o de las
emociones religiosas— sino que entró en lo
más íntimo de nuestro ser y puso en él su propio ser divino. Esta es nuestra verdad:
que ya desde los primeros días de nuestra vida, Dios se comprometió con
nosotros, y de manera pública, solemne, infundiéndonos su vida, por el Espíritu
del amor que derramó en nuestros corazones.
En el bautismo, también de nosotros dijo Dios: Tú eres mi hijo y te convierto en templo de mi Espíritu. A partir
de entonces Dios habita en la profundidad de nuestro ser, allí donde quizá no logramos
llegar con los recursos de la psicología profunda, allí, en la hondura de
nuestra intimidad, en donde habita el Espíritu que nos hace decir con infinita
confianza: Abba, Padre querido.
Confirmemos nuestro bautismo, demos testimonio de él con lo que
hacemos y vivimos. ¡Vivamos como bautizados! Hagamos ver que por nuestro bautismo
pertenecemos a Dios, estamos ungidos y configurados con Cristo –alter Christus-, para continuar su obra:
hacer el bien, liberar, practicar la justicia.
[1] Estas ideas se inspiran en la meditación de Karl Rahner: Marcados con el Sello del Espíritu, en L’Homme au Miroir de l’Année Chrétienne,
Paris 1966, págs, 181-182.
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