P.
Carlos Cardó SJ
Jesús
en Caná, óleo sobre lienzo de Juan de Flandes (1500), Museo Metropolitano de
Arte de Nueva York
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En aquel tiempo, hubo una boda en Caná de Galilea, a la cual asistió la madre de Jesús. Éste y sus discípulos también fueron invitados.Como llegara a faltar el vino, María le dijo a Jesús: "Ya no tienen vino".
Jesús le contestó: "Mujer, ¿qué podemos hacer tú y yo? Todavía no llega mi hora".
Pero ella dijo a los que servían: "Hagan lo que él les diga".Había allí seis tinajas de piedra, de unos cien litros cada una, que servían para las purificaciones de los judíos.
Jesús dijo a los que servían: "Llenen de agua esas tinajas".
Y las llenaron hasta el borde.
Entonces les dijo: "Saquen ahora un poco y llévenselo al encargado de la fiesta".Así lo hicieron, y en cuanto el encargado de la fiesta probó el agua convertida en vino, sin saber su procedencia, porque sólo los sirvientes la sabían, llamó al novio y le dijo: "Todo el mundo sirve primero el vino mejor, y cuando los invitados ya han bebido bastante, se sirve el corriente. Tú, en cambio, has guardado el vino mejor hasta ahora".Esto que Jesús hizo en Caná de Galilea fue el primero de sus signos. Así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él.
Jesús, el portador de la alegría y el gozo, regala en abundancia
el vino nuevo a una fiesta de bodas que languidece por falta de vino.
El simbolismo de las bodas recorre la Escritura. Dios se une a la
humanidad, representada en el pueblo de Israel, por medio de una alianza
semejante a la unión matrimonial. Su amor por nosotros se expresa como una relación
de interés, cuidado y mutua pertenencia; con sentimientos de ternura, compañía
y unión que da vida. La Biblia canta el amor de Dios y nos ofrece en el poema
del Cantar de los Cantares sobre el amor del hombre y la mujer la más bella
metáfora de la recíproca búsqueda de amor entre Dios y la humanidad. Para San
Pablo el amor matrimonial es un gran misterio que refleja la unión de Cristo y su
esposa la Iglesia (Ef 5, 25 ss).
Más que el milagro en sí de la conversión del agua en vino, lo que
más se resalta en el relato es la esplendidez y gratuidad del don (¡600 litros
de vino!), que resuelve nuestra incapacidad para alcanzar la alegría perfecta
con los medios con que contamos.
Los judíos procuraban inútilmente alcanzarla con la ley y las tradiciones
religiosas, representadas en las seis vasijas de agua destinadas a sus ritos de
purificación. Les faltaba el vino que alegra el corazón: la generosidad del
amor, que va más allá de la ley. También nuestra vida puede quedar sin la
alegría que debería tener. Si “hacemos lo que él nos diga”, Él llenará nuestras
vasijas vacías con el vino nuevo de la fiesta, que está reservado para el
final, pero que podemos disfrutar ahora.
En Caná, Jesús dio comienzo a sus signos. Sus acciones son signos de lo que Él es y del reino que
trae. Con el signo de Caná manifestó su
gloria y sus discípulos creyeron en él. Quedó de manifiesto que es en la
vida ordinaria –en que las personas se casan y celebran sus fiestas– donde ya se
puede vivir con alegría aquella vida humana que constituye la gloria de Dios.
Pero no se puede entender cabalmente el signo de Caná sin su
referencia a la cruz. El texto lo hace implícitamente introduciendo el tema de
la “hora”, que para Juan es siempre la hora de la pasión, en la que Jesús llevará
su amor hasta el extremo (13,1).
Muchas otras interpretaciones pueden hacerse de Caná. El agua alude
al bautismo, que hace nacer de nuevo. Está ahí la Iglesia, esposa de Cristo,
representada en los discípulos y la madre de Jesús. En el vino, se puede ver la
Eucaristía, sacramento de la sangre de Cristo que sella la nueva alianza y se
nos da como bebida. Y, por supuesto, sobresale la presencia y significado de
María en la obra de salvación.
Jesús
la llama Mujer. Lo mismo hará
en la cruz: Mujer, ahí tienes a tu Hijo (19,25-26). Entonces ella recibirá
de su Hijo el encargo de ser la madre de todos nosotros, representados en la
figura del discípulo a quién Él tanto quería. Desde ese lugar privilegiado que
le ha sido asignado, María vela por los creyentes como auténticos hijos suyos,
es madre y figura de la Iglesia.
Cabe
recordar también que el término “mujer” designa en el Antiguo Testamento a
Israel, la hija de Sión que escucha la palabra de Dios y ansía su cumplimiento.
Todo eso es María, la Mujer.
¿Qué
nos va a mí y a ti? No es un reproche. Literariamente es un hebraísmo difícil de traducir e
interpretar. Se trata de una pregunta que
no necesita respuesta, sino que mueve a reflexionar sobre lo que está
pasando: la vieja religión de Israel, representada en aquella boda, ya no
interesa, ya cumplió su papel y hay que dejarla pasar. La nueva y definitiva
relación con Dios vendrá en la Hora de Jesús. Allí se inaugurarán las bodas del
Cordero, la fiesta verdadera.
María lo entiende, por eso su pronta actuación: Hagan lo que él les diga, dijo a los
sirvientes. María nos pone con su Hijo, en eso consiste su misión en el plan de
salvación. Si escuchamos su invitación a hacer lo que
Jesús nos diga, el agua de nuestra humanidad vacía y sin alegría se cambiará en
el vino de la fiesta de Dios con nosotros.
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