P.
Carlos Cardó SJ
Zaqueo
esperando el paso de Jesús, acuarela opaca sobre grafito de James Tissot (1886 – 1894), Museo de
Brooklyn, Nueva York
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Jesús entró en Jericó y la fue atravesando, cuando un hombre llamado Zaqueo, jefe de recaudadores y muy rico, intentaba ver quién era Jesús; pero a causa del gentío, no lo conseguía, porque era bajo de estatura. Se adelantó de una carrera y se subió a una higuera para verlo, pues iba a pasar por allí.
Cuando Jesús llegó al sitio, alzó la vista y le dijo: "Zaqueo, baja aprisa, pues hoy tengo que hospedarme en tu casa".
Bajó a toda prisa y lo recibió muy contento.
Al verlo, murmuraban todos porque entraba a hospedarse en casa de un pecador. Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: "Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la daré a los pobres, y a quien haya defraudado le devolveré cuatro veces más".
Jesús le dijo: "Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también él es hijo de Abraham. Porque este Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo perdido".
Por medio de Jesús, Dios busca lo perdido. Paciente y compasivo,
busca siempre dar vida, sostenerla, rehacerla. En Zaqueo, Dios se acuerda de
todo ser humano por pequeño que sea y lo restablece, lo purifica (Zaqueo
significa el puro). Era jefe de
publicanos y muy rico. Por ser publicano, estaba excluido de la salvación según
la ley; por ser rico, lo está según el evangelio: difícil que un rico entre en el reino (Lc 18). Es un caso
desesperado.
Pero trataba de ver quién
era el Señor. Muchos, hasta Herodes, querían ver a Jesús por motivos
diversos. Zaqueo quiere verlo simplemente porque quiere cambiar, ser otra
persona, así, sin dobles intenciones. Y esto es lo que atrae al Señor, que le
dice: Es necesario que me aloje en tu
casa.
Pero
la turba se lo impedía porque era pequeño.
Muchas cosas impiden ver al Señor… Hay que hacerse pequeños. Toda persona es
pequeña ante la gloria de Dios. Él nos pide que seamos lo que somos, que
reconozcamos nuestra pequeñez. Como un
padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por los que lo
respetan. Porque Él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos de
barro (Sal 103).
Por eso Zaqueo se subió a una
higuera. No tenía otra opción... Subirse al balcón o a la terraza de una
casa, imposible; no le habrían permitido entrar en ninguna por ser un publicano.
Y allí, subido en su árbol, verá pasar debajo, a sus pies, a un necesitado que
busca posada, verá la humildad salvadora del Mesías que quiere alojarse con los
débiles y pequeños de este mundo. Entonces lo reconocerá, verá al Señor.
Llegado
a aquel sitio, Jesús alzó los ojos. No ve a
Zaqueo de arriba abajo, sino al revés, como los humildes que miran de abajo
arriba, porque se ha hecho pequeño para servirlos a todos. En Jesús, el
Altísimo se ha inclinado para mirar la tierra, para levantar del polvo al
desvalido y de la miseria al necesitado (cf. Sal 113, 6s), ha bajado a la humildad de nuestra condición terrena.
Por eso, cuanto más humildes nos hacemos, más capaces somos de encontrarnos con
Dios, porque Dios es humilde. Y más auténticos somos, más humanos, pues las
palabras humano y humilde derivan del latín, humus, que significa tierra.
Jesús
le dice: Zaqueo. No sólo le dirige la palabra a un
publicano, cosa que las personas decentes evitaban, sino que lo llama por su
propio nombre, en señal de amistad y cercanía. Así trata Dios. Así nos llama
Dios, por nuestro nombre. En las entrañas
de mi madre pronunció mi nombre (Is 49, 1).
Zaqueo
bajó en seguida y lo acogió en su casa muy contento.
No podía hacer otra cosa, había sido tocado por el amor de Dios; tenía por su
parte que acogerlo. Acoger es gesto esencial en el amor. Acoge en su casa a
quien no tenía dónde reclinar la cabeza, al Buen Samaritano que dio posada al
pobre caído en el camino, y ahora va a Jerusalén, donde lo matarán y hará
brotar de su costado abierto la fuente inagotable de alegría (Zac 12,10s). Esa alegría llena ya el
corazón de Zaqueo.
Los fariseos murmuraban. No entienden nada. No han acogido al
débil, se han hecho incapaces de recibir el corazón nuevo, el corazón puro de
los que ven a Dios (Mt 5, 8).
Zaqueo, en cambio, ya ha decidido cambiar. Sabe que su dinero
proviene de la extorsión y la estafa y ha oído quizá a Jesús advertir que la riqueza
puede ser perdición, porque lleva a olvidarse de los demás. Reconoce, pues, que
debe usar de un modo nuevo su dinero. Y decide hacerlo: La mitad de lo que poseo se la daré a los pobres y si engañé a alguno
le devolveré cuatro veces más. Mucho más de lo que la ley judía exigía. El
encuentro con Jesús lo hace posible.
Jesús le responde con el anuncio gozoso de la buena noticia para él
y su familia: Hoy la salvación ha venido
a esta casa. Dios ha entrado en la vida de un hombre infeliz, considerado
al margen de los destinados a la salvación. Dios hace partícipes de sus
promesas hechas a Abraham y su descendencia a todos aquellos que se abren por
la fe a su amor misericordioso.
La justicia divina se ha hecho en Jesús búsqueda salvadora del
perdido, como lo hace el buen pastor con la oveja extraviada o un padre con el
hijo que se fue de casa. La vida se reconstruye. Jesús busca, llama, invita. Como
Zaqueo podemos acogerlo en casa, y quedar transformados por su visita. En la Eucaristía,
Él entra en nuestra casa interior, en nuestro corazón, y
nos cambia.
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