jueves, 29 de noviembre de 2018

Lc 21, 20-28 Destrucción del Templo y fin del mundo

P. Carlos Cardó SJ
Asedio y destrucción del templo de Jerusalén por los romanos bajo el mando de Tito, óleo sobre lienzo por David Roberts (1850), vendido en una subasta en Londres en 1961 pero de paradero desconocido actualmente 
Jesús dijo a sus discípulos: "Cuando veáis a Jerusalén cercada de ejércitos, sabed que es inminente su destrucción. Entonces los que están en Judea escapen a los montes; los que estén dentro de la ciudad salgan al campo; los que están en el campo no vuelvan a la ciudad. Porque es el día de la venganza, cuando se cumplirá todo lo que está escrito. ¡Ay de las preñadas y de las que crían aquel día! Sobre el país vendrá una gran desgracia y sobre este pueblo la ira. Caerán a filo de espada y serán llevados prisioneros a todos los países. Jerusalén será hollada por paganos, hasta que la época de los paganos se acabe. Habrá señales en el sol, la luna y las estrellas. En la tierra se angustiarán los pueblos, desconcertados por el estruendo del mar y del oleaje. Los hombres desfallecerán de miedo, aguardando lo que se le echa encima al mundo; pues las potencias celestes se tambalearán. Entonces verán al Hijo del Hombre que llega en una nube con gran poder y gloria. Cuando comience a suceder todo eso, erguíos y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación".
El texto de hoy es continuación del discurso apocalíptico de Jesús sobre el destino cósmico, el fin del mundo. Las imágenes que emplea –semejantes a las de los libros bíblicos del género literario de la apocalíptica– describen simbólicamente la victoria final de Dios sobre las fuerzas del mal.
No revelan cosas extrañas y ocultas, sino el sentido profundo de nuestra realidad presente: nos quitan el velo, que nuestros miedos y errores nos ponen sobre los ojos, para que podamos ver aquella verdad que es la palabra última de Dios sobre el mundo (escatológico = que dice la última y definitiva palabra). El lenguaje apocalíptico es lleno de colorido, de trazos y tintes fuertes, de imágenes impactantes y paradojas. ¿Pero no es chocante y paradójica la realidad que muchas veces vivimos?
El interés del evangelista es hacernos ver que vamos hacia la disolución del mundo viejo y, al mismo tiempo, al nacimiento del nuevo y que hay una relación entre la meta final y el camino que estamos llevando. Dios realiza su plan en la historia, no fuera de ella. En esta realidad nuestra con sus contradicciones y en la vida personal del discípulo, se desarrolla el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, que culminará en nuestra participación en la plenitud del Reino de Dios.
Hacernos ver esto es la finalidad del discurso de Jesús, que por lo demás se niega a responder a la curiosidad por saber “cuándo” va ser el fin del mundo y cuáles van a ser las señales para reconocerlo. Él ha venido a enseñarnos que el mundo tiene su origen y su fin en Dios, que es nuestro Padre, y a invitarnos a vivir el presente desde esta perspectiva, que da sentido a la vida.
Lucas escribe su evangelio entre los años 80-90 d.C. cuando ya se había vivido la destrucción de Jerusalén y del templo (66-70), en la que –según Flavio Josefo– murieron 1’1000,000 judíos y 97,000 fueron hechos esclavos. Las cifras pueden haber sido aumentadas, pero el hecho indudable es que aquello fue una pavorosa tragedia para Israel, tanto que la gente vio en ello el cumplimiento de la profecía de Daniel, cap. 8.
Lucas usa concretamente ese acontecimiento catastrófico ya vivido para iluminar el presente y el futuro. Y hace una clara advertencia: se inicia el tiempo de las naciones, el tiempo de los judíos ya ha pasado. En Hechos de los Apóstoles, esto equivale a la difusión del cristianismo en las naciones paganas. En el relato de Lucas, los signos cósmicos vienen, pues, a continuación de los acontecimientos históricos y son leídos del mismo modo, como sucesos propios del transcurso de la historia.
El texto está construido como en contrapunto: por un lado, los grandes trastornos cósmicos que llenan de terror a los hombres; por otro, la palabra del Señor que infunde confianza y garantiza el acontecimiento final de la liberación. La venida del Hijo del hombre traerá consigo la realización de todo anhelo.
Por eso Pablo afirma que desea ser arrebatado al cielo para ir al encuentro de Cristo y estar para siempre con Él; o ser liberado del cuerpo para estar con Él (1 Tes 4; Fil 1). Quien ama al Señor no puede sino desear su venida y mantener el deseo supremo, que se expresa en la invocación: Marana-tha, Ven Señor.
Cuando comiencen estas cosas, es decir, las guerras, el hambre, la destrucción de Jerusalén, las catástrofes cósmicas, el temor y la angustia, el Señor espera que sus discípulos y seguidores reconozcan que son cosas propias de la historia humana en el mundo, y son producto del mal que ha de desarrollarse misteriosamente junto al misterio de la salvación ganada para nosotros por la cruz del Redentor, y que habrá de revelarse al fin.
Levántense, alcen la cabeza, dice el Señor. No se dejen abatir por el temor y la desesperanza cuando ocurran cosas así. Si la cruz es salvación del mundo, las tribulaciones darán paso a la liberación que ya se acerca. El cristiano, asociado a la pasión de Cristo, ve acercarse el Reino de Dios. 
La parábola de la higuera arroja luz sobre las cuestiones que los discípulos se hacían sobre el fin del mundo. ¿Cuándo ocurrirá? Cuando llegue el tiempo de la madurez. ¿Cómo ocurrirá? En lo cotidiano. ¿Y qué ocurrirá? La venida del Hijo del hombre. Es necesario discernir su venida en lo ordinario de cada día. La escatología tiene el carácter de lo cotidiano, al igual que el misterio de la cruz. La historia y la cruz contienen, como la yema de la higuera, el fruto esperado. La parábola va contra las desviaciones del cristianismo que prometen una salvación futura sin relación con la historia. 

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