P. Carlos Cardó SJ
Parábola de la moneda perdida, grabado en madera de John Everett
Millais (1864), Museo Nacional de Arte y Diseño (Museo de Victoria y Alberto),
Londres, Inglaterra
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Los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharle.Por esto los fariseos y los maestros de la Ley lo criticaban entre sí: "Este hombre da buena acogida a los pecadores y come con ellos".
Entonces Jesús les dijo esta parábola: "Si alguno de ustedes pierde una oveja de las cien que tiene, ¿no deja las otras noventa y nueve en el desierto y se va en busca de la que se le perdió, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra se la carga muy feliz sobre los hombros, y al llegar a su casa reúne a los amigos y vecinos y les dice: "Alégrense conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido." Yo les digo que de igual modo habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que vuelve a Dios que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de convertirse. Y si una mujer pierde una moneda de las diez que tiene, ¿no enciende una lámpara, barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? Y apenas la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: "Alégrense conmigo, porque hallé la moneda que se me había perdido." De igual manera, yo se los digo, hay alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte".
En el camino hacia Jerusalén (Lc 14,25), Jesús ha expuesto las condiciones
para seguirlo (Lc 14,26-35). Ahora lo
vemos enfrentado a fariseos y doctores de la ley que lo critican porque acoge a
pecadores o «perdidos» y come con ellos (Lc
15,2).
El cap. 15 de Lucas contiene las
parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo perdido”. Las tres parábolas: la oveja perdida (vv.
4-7), la moneda extraviada (8-10) y el hijo pródigo (11-32), son tan
características de la figura de Jesús, tal como la ofrece Lucas, que algunos
llaman a esta parte de su narración «el corazón del tercer Evangelio», que es «el
Evangelio de los marginados», porque muestra la misericordia de Dios para con
los que sufren rechazo, exclusión e incluso condena, por parte de sus
semejantes.
El tono de
estas parábolas es de confrontación. Jesús emplea las tres parábolas para
justificar y convalidar su comportamiento frente a las críticas que le hacen y,
sobre todo, para transmitir la imagen de un Dios que, por ser padre, no quiere
que ninguno de sus hijos se pierda y muestra una predilección especial por el
perdido. Dios es así, viene a decir Jesús, y por eso yo hago bien en actuar
como actúo. «El Hijo del hombre ha venido buscar y a salvar lo que estaba
perdido» (Lc 19,10).
El símbolo del Buen Pastor nos lleva a lo que es más
nuclear en la persona de Jesús: su amor por los demás. Jesús supo amar de verdad
y siempre. El amor no fue en Él una actitud coyuntural, sino permanente. Reveló
en sus gestos y modo de relacionarse con los demás, el mismo amor con el que
Dios-Padre ama a todos los hombres y mujeres del mundo.
La
parábola de la mujer que ha perdido una moneda y se pone a buscarla con esmero
hasta encontrarla, reproduce la misma enseñanza: Así es
Dios; se esmera por
encontrar a los perdidos, pues le pertenecen, y se alegra de recobrarlos. La
defensa de Jesús es clara: si la mayor alegría de Dios consiste en acoger al
pecador y hacerle sentir su perdón, por eso hago bien yo en buscar a los que
necesitan ayuda, comprensión, misericordia.
Las parábolas de la misericordia ejemplifican
el mandato de Jesús: Sean misericordiosos
como su Padre es misericordioso (Lc 6, 36). Asimismo, son una llamada a
hacer lo mismo que hizo Jesús: ser compasivo y misericordioso.
Leídas en perspectiva eclesial,
recuerdan a la comunidad de los discípulos que tiene el deber de hacer visible
el estilo de Dios como Jesús lo manifestó y puso en práctica. Todos, por tanto,
han de sentirse pecadores buscados y tocados por la misericordia del Padre y,
por ello mismo, deben estar atentos a los de fuera, a los que se han ido y
pueden perderse.
Es lo que el Papa Francisco no
pierde ocasión para advertir: que la Iglesia no puede estar cerrada en sí
misma, preocupada únicamente de su propia autoconservación, sino que ha de
estar siempre “en salida”, mantener
el espíritu de la misión, dar prioridad a curar heridas y sanar corazones, porque “la enfermedad típica de la Iglesia es mirarse
a sí misma, estar encorvada sobre sí misma como aquella mujer del Evangelio”.
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