P. Carlos Cardó SJ
Cristo expulsando a los mercaderes del templo, óleo
sobre lienzo de Giovanni Paolo Panini (1750 aprox.), Museo del Prado, Madrid,
España
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Cuando se acercaba la Pascua de los judíos, Jesús llegó a Jerusalén y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas con sus mesas. Entonces hizo un látigo de cordeles y los echó del templo, con todo y sus ovejas y bueyes; a los cambistas les volcó las mesas y les tiró al suelo las monedas; y a los que vendían palomas les dijo: "Quiten todo de aquí y no conviertan en un mercado la casa de mi Padre".En ese momento, sus discípulos se acordaron de lo que estaba escrito: El celo de tu casa me devora.Después intervinieron los judíos para preguntarle: "¿Qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así?".
Jesús les respondió: "Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré".
Replicaron los judíos: "Cuarenta y seis años se ha llevado la construcción del templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?".
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Por eso, cuando resucitó Jesús de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho aquello y creyeron en la Escritura y en las palabras que Jesús había dicho.
El
templo era el principal lugar del culto judío, cuyo rito central era el
sacrificio del cordero pascual. Miles de corderos se inmolaban en el atrio del
templo. En los sacrificios se quemaba la grasa de los animales y la carne se
dividía: una parte se llevaba a las casas para la comida pascual y otra se
destinaba al santuario para ser vendida por los sacerdotes. Además, como los
corderos tenían que ser puros, el templo garantizaba su pureza suministrando
sus propios animales a un precio más caro.
Aparte
de esto, todo israelita tenía que pagar al templo un impuesto de medio siclo de
plata (Neh 10,33-35; Mt 17,23.24)
en moneda nacional, no extranjera (considerada impura), para lo cual se
montaron mesas de cambistas. Con el correr del tiempo, el templo se enriqueció:
tenía campos, rebaños, carnicerías, curtiembres y talleres de hilados y
confecciones de lana, con cientos de trabajadores. Llegó a ser una poderosa
empresa administrada por los sacerdotes, que amasaron grandes fortunas con
aquel negocio abominable.
Nadie
criticaba esa corrupción: ni los nacionalistas celotes que veían el templo como
el símbolo de la nación; ni los fariseos que exigían el cumplimiento de las
leyes, ni los intelectuales escribas que las interpretaban, ni los ricos
saduceos que se habían apoderado de la función sacerdotal.
Jesús
no se deja impresionar por la riqueza y poder de aquella institución. Su
conciencia crítica lo lleva a desenmascarar aquella perversión. Su gesto no es
un simple arrebato de ira, sino que expresa la actitud valiente de los grandes
profetas (Amós, Miqueas, Isaías, Jeremías) que habían denunciado la injusticia
y dado su vida por la defensa de la verdadera religión.
Expulsando
a los mercaderes, Jesús reprueba aquella corrupción insoportable que consiste
en usar a Dios para obtener ganancias y oprimir a la gente. El templo, el mundo
de lo religioso, no puede dividir a las personas, generando privilegios y
poderes indefendibles.
El
gesto de Jesús va acompañado de un anuncio: Destruyan el templo y en tres
días lo construiré. Los judíos, tomando la frase al pie de la letra y aplicándola
al templo de piedra, la usarán como la acusación formal para conseguir la
“sentencia” de muerte contra Jesús.
Los
discípulos, por su parte, sólo la entenderán en la mañana de Pascua. Se
acordaron de lo que había dicho, y creyeron..., es decir, que el edificio del templo podía caer (como
de hecho ocurrió con la destrucción de Jerusalén por las tropas de Tito el año 70),
pero que el cuerpo de Jesús, destruido en la cruz por el pecado del mundo,
sería resucitado y levantado a lo alto por Dios, como el templo nuevo de su
presencia continua en su pueblo, el santuario de la adoración en espíritu y en
verdad (de que habló Jesús a la Samaritana – cf. Jn 4,23), la perfecta “casa del Padre”.
Así
mismo, nosotros somos también el templo de Dios. ¿No saben –dice san Pablo–
que son templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno
destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es
santo y ese templo son ustedes (1 Cor 3,16). El mismo Pablo considera la
vida cristiana como una construcción, cuya piedra fundamental es Cristo, que
crece hasta formar un templo consagrado al Señor, del que formamos parte por
medio del Espíritu (Cf. Ef 2,19-22)
para ser morada de Dios.
El
pecado y el mal de este mundo destruyen el templo santo que es la persona
humana. Con nuestros desórdenes personales, llenamos el templo que somos nosotros
con otros dioses, objetos de nuestro interés, que son indignos del lugar santo;
convertimos nuestro templo en un lugar de comercio. El Señor viene y limpia,
recupera y rehace.
San
Pedro en su primera carta da un contenido comunitario a la imagen del templo y
dice: ustedes como piedras vivas, van
construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer,
por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables a Dios (1 Pe
2,4-5).
La
comunidad eclesial es “el nuevo templo”. En él, la ofrenda de nuestras vidas
entregadas a la causa de Jesús y su Reino es el sacrificio espiritual agradable
a Dios. En este templo, además, todos somos necesarios, como son necesarias todas
las piedras del edificio. Formamos una unidad por encima de raza, lengua, o
nación. No hay poderes sino servicios diversos, carismas y dones que Dios distribuye
para que actúen en comunión y se pongan a disposición de los demás, a fin de
constituir un cuerpo en el que no haya ninguna división.
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