P. Carlos Cardó SJ
Los mendigos, óleo sobre lienzo de Sebastián Bourdon (1640 – 1650),
Museo del Louvre, París
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Jesús dijo también al que lo había invitado: "Cuando des un almuerzo o una comida, no invites a tus amigos, hermanos, parientes o vecinos ricos, porque ellos a su vez te invitarán a ti y así quedarás compensado. Cuando des un banquete, invita más bien a los pobres, a los inválidos, a los cojos y a los ciegos. Qué suerte para ti si ellos no pueden compensarte! Pues tu recompensa la recibirás en la resurrección de los Justos".
Después de advertir a sus discípulos que no deben imitar el ansia
de protagonismo de los fariseos, que manipulaban los códigos sociales de los
banquetes y ceremonias para ocupar siempre los primeros lugares, Jesús sigue
hablando de las relaciones sociales e invita a sus discípulos a examinar las
preferencias que demuestran en su trato: con quiénes se juntan, a quiénes
invitan a sus celebraciones. Las invitaciones suelen estar cargadas del deseo
de obtener alguna ganancia. El verdadero amor fraterno, en cambio, es siempre
gratuito, da de sí sin esperar retribución. El cristiano no puede reducir su
amor sólo a aquellos que corresponden
a él en igual manera; eso no tiene valor alguno ante Dios.
Cuando
des una comida o una cena, no invites a tus amigos, hermanos, parientes o
vecinos ricos; no sea que ellos a su vez te inviten a ti, y con eso quedes ya
pagado. Con los amigos tienes la satisfacción de la estima y afecto
compartido. Relacionarte bien con los miembros de tu familia es lo más natural.
Tus favores a los ricos pueden encerrar el deseo de favorecerte recíprocamente.
Y si todos ellos a su vez te invitan ya quedas pagado.
Por eso, dice Jesús, en vez de
preferir a aquellos de quienes se puede sacar algo, hay que buscar a otras
personas, a aquellos de los que nada se puede obtener porque son los pobres,
los lisiados, los cojos y los ciegos, es decir, los sin honor y sin poder. La
búsqueda de reciprocidad (yo invito a los que en otra ocasión podrán hacer algo
por mí) la cambia Jesús por el espíritu de gratuidad: invita a los que no
pueden corresponderte. Lleva así a la perfección el consejo del Eclesiástico: Cuanto más grande seas, más humilde debes
ser, y así obtendrás el favor del Señor (3,18).
La razón más profunda del
manifestar un amor preferencial por los que nos necesitan es que Dios se ha
identificado con ellos, Jesús ha venido por ellos y ha hecho del servicio a los
pobres el signo más claro de que el reino de Dios ya está actuado entre
nosotros. Al tratar con el pobre, uno se sitúa donde está Dios. Lo que hacemos a
los pobres se lo hacemos a Dios; en ellos es servido o despreciado, amado o
puesto de lado. Este amor preferencial por los pobres caracteriza la vida
cristiana.
Dichoso
tú si no pueden pagarte. Recibirás tu recompensa cuando los justos resuciten.
El amor gratuito que no espera nada a cambio, el servicio desinteresado que no busca ni siquiera la autocomplacencia en el
deber cumplido, sino que imita simplemente el comportamiento de Dios, es en sí
mismo la recompensa que Jesús promete. Hagan
el bien y presten sin esperar nada a cambio; así su recompensa será grande y
serán hijos del Altísimo… Den y Dios les dará. Les darán una buena medida,
apretada, repleta, desbordante…” (Lc 6, 35.38).
El amor al pobre, esencial en el
cristianismo, no es una opción ideológica ni moralista. Es el reflejo de la
misericordia del Padre e imitación del proceder del Hijo que vino a anunciar la buena noticia a los pobres, a
proclamar la liberación de los prisioneros, a devolver la vista a los ciegos y
proclamar un año de gracia del Señor (Lc 4, 18).
Esta es la razón por la que la
Iglesia, en fidelidad al Señor, ha considerado siempre la atención y cuidado de
los pobres como parte esencial de aquello que más la constituye y representa
como comunidad fraterna reunida en torno al Señor: la celebración eucarística. Por
eso Pablo reprocha a los corintios que en la cena del Señor, como ellos la
celebran, los ricos avergüenzan a los
pobres, dividen la «comunidad de Dios» en hambrientos y hartos y, obrando así,
desprecian a la Iglesia de Dios, no reconocen el cuerpo del Señor, comen y beben
«de manera indigna» y se hacen culpables de su cuerpo y
de su sangre (1 Cor 11, 17-34).
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