sábado, 3 de noviembre de 2018

Bendito seas Padre (Mt 11, 25-27)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo orando en el Monte de los Olivos, óleo sobre lienzo de Philippe de Champaigne (1646 – 1650), Museo de Bellas Artes de Rennes, Francia
En aquella ocasión Jesús exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer».
Este trozo del evangelio de San Mateo es uno de los textos fundamentales del Nuevo Testamento. Contiene el llamado grito de júbilo de Jesús (11,25-27). Hay quien afirma que estos versículos son quizá los más importantes de los evangelios Sinópticos. La segunda parte, que debe ser interpretada unida a la anterior, se centra en la invitación de Jesús a participar en su experiencia vital del Padre, con la cual se aligera el yugo que podrían parecer sus enseñanzas y mandatos (11,28-30).
En los versículos 25 al 27 tenemos una típica oración de Jesús a su Padre. Resalta la intimidad con que se dirigía a Dios, llamándole Abbá. Pronunciada con toda su resonancia aramea, esta palabra expresa el gozo y la confianza del niño al comunicarse con su padre.
Abbá, con esta palabra tierna y primordial para quien la pronuncia y para quien la escucha, Jesús expresa el misterio insondable de Dios con la máxima cercanía que un hombre es capaz de experimentar, la intimidad que le une a su padre. Con ella también Jesús expresa la conciencia que tiene de sí mismo como alguien que no se entiende sino en referencia a Dios como padre suyo.
La palabra Abbá dirigida a Dios es central en la fe cristiana. Dios es para nosotros ternura de máxima intimidad, sin dejar por ello de ser al mismo tiempo el Dios altísimo, Señor del cielo y de la tierra. Dios es más íntimo a mí que yo mismo y a la vez totalmente otro, misericordioso y justo, padre y madre.
Jesús reconoce que su Padre tiene una voluntad que debe cumplirse. Consiste en el establecimiento de su reinado, que ya ha comenzado pero todavía no ha llegado a plenitud en su relación con nosotros y con la realidad del mundo. Lo podemos ver en la acción de quienes se dejan conducir por la fuerza del Espíritu de Jesús, y es el objeto de nuestra esperanza, pues culminará al final de los tiempos cuando Dios sea todo en todos.
La revelación de su ser Padre y la venida de su reino, Dios las ofrece como un don (gracia). La reciben los pequeños y los pobres, los de corazón sencillo y los humildes, pero permanece oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Los pequeños y los pobres de espíritu son los que viven del deseo de la ternura de Dios, anhelan que se vuelva a ellos y los salve.
Los sabios y entendidos, en cambio, no esperan más que lo que ellos son capaces de producir, no reconocen su necesidad de reconciliarse, se quedan llenos de sí mismos pero no de Dios. Jesús se alegra de que el amor del Padre por todos sus hijos se haya revelado ya y todo aquel que, con corazón humilde, pobre y sencillo lo acoge, alcanza el poder de realizarse plenamente como hijo de Dios.
A propósito de este texto han dicho algunos comentaristas que se trata de un dicho de Jesús que más parece propio del evangelio de Juan, aunque no se explican cómo ha podido venir a los Sinópticos. Pero hay en estos evangelios otros dos textos parecidos: el relato del bautismo y el de la transfiguración. 
En ambos aparece Jesús como el hijo amado (Mt 3,17 y 17,5) que ha venido al mundo como revelador de Dios, su Padre, y se le debe escuchar. De todas maneras no cabe duda de que el texto testimonia la conciencia excepcional que tenía Jesús de su unión con Dios, y que le hacía capaz de hablar en estos términos. El texto nos hace conocer más a Jesús y al Dios que Él nos ha dado a conocer: un padre cercano y lleno de amor

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