P.
Carlos Cardó SJ
Cristo
orando en el Monte de los Olivos, óleo sobre lienzo de Philippe de Champaigne
(1646 – 1650), Museo de Bellas Artes de Rennes, Francia
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En aquella ocasión Jesús exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer».
Este trozo del evangelio de San Mateo es uno de los textos
fundamentales del Nuevo Testamento. Contiene el llamado grito de júbilo de
Jesús (11,25-27). Hay quien afirma que estos versículos son quizá los más
importantes de los evangelios Sinópticos. La segunda parte, que debe ser
interpretada unida a la anterior, se centra en la invitación de Jesús a participar
en su experiencia vital del Padre, con la cual se aligera el yugo que podrían parecer sus enseñanzas
y mandatos (11,28-30).
En los versículos 25 al 27 tenemos una típica oración de Jesús a
su Padre. Resalta la intimidad con que
se dirigía a Dios, llamándole Abbá. Pronunciada con toda su resonancia aramea,
esta palabra expresa el gozo y la confianza del niño al comunicarse con su
padre.
Abbá, con esta
palabra tierna y primordial para quien la pronuncia y para quien la escucha,
Jesús expresa el misterio insondable de Dios con la máxima cercanía que un
hombre es capaz de experimentar, la intimidad que le une a su padre. Con ella
también Jesús expresa la conciencia que tiene de sí mismo como alguien que no
se entiende sino en referencia a Dios como padre suyo.
La palabra Abbá dirigida a Dios
es central en la fe cristiana. Dios es para nosotros ternura de máxima
intimidad, sin dejar por ello de ser al mismo tiempo el Dios altísimo, Señor del
cielo y de la tierra. Dios es más íntimo a mí que yo mismo y a la vez
totalmente otro, misericordioso y justo, padre y madre.
Jesús reconoce que su Padre tiene una
voluntad que debe cumplirse. Consiste en el establecimiento de su reinado, que ya
ha comenzado pero todavía no ha llegado a plenitud en su relación con nosotros
y con la realidad del mundo. Lo podemos ver en la acción de quienes se dejan
conducir por la fuerza del Espíritu de Jesús, y es el objeto de nuestra
esperanza, pues culminará al final de los tiempos cuando Dios sea todo en
todos.
La revelación de su ser Padre y la
venida de su reino, Dios las ofrece como un don (gracia). La reciben los
pequeños y los pobres, los de corazón sencillo y los humildes, pero permanece
oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Los pequeños y los pobres de
espíritu son los que viven del deseo de la ternura de Dios, anhelan que se
vuelva a ellos y los salve.
Los sabios y entendidos, en cambio, no
esperan más que lo que ellos son capaces de producir, no reconocen su necesidad
de reconciliarse, se quedan llenos de sí mismos pero no de Dios. Jesús se
alegra de que el amor del Padre por todos sus hijos se haya revelado ya y todo
aquel que, con corazón humilde, pobre y sencillo lo acoge, alcanza el poder de
realizarse plenamente como hijo de Dios.
A propósito de este texto han dicho
algunos comentaristas que se trata de un dicho de Jesús que más parece propio
del evangelio de Juan, aunque no se explican cómo ha podido venir a los
Sinópticos. Pero hay en estos evangelios otros dos textos parecidos: el relato
del bautismo y el de la transfiguración.
En ambos aparece Jesús como el hijo
amado (Mt 3,17 y 17,5) que ha venido al mundo como revelador de Dios, su
Padre, y se le debe escuchar. De todas maneras no cabe duda de que el texto
testimonia la conciencia excepcional que tenía Jesús de su unión con Dios, y que
le hacía capaz de hablar en estos términos. El texto nos hace conocer más a Jesús
y al Dios que Él nos ha dado a conocer: un padre cercano y lleno de amor.
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