P. Carlos Cardó SJ
Moisés y la zarza ardiendo, detalle del retablo titulado “La
Transfiguración”, de Jaume Huguet (1466 aprox.), Catedral de Santa María de Tortosa,
Tarragona, España
|
Se acercaron entonces unos saduceos, los que niegan la resurrección, y le preguntaron: “Maestro, Moisés nos ordenó que si un hombre casado muere sin hijos, su hermano se case con la viuda, para dar descendencia al hermano difunto. Pues bien, eran siete hermanos. El primero se casó y murió sin dejar hijos. Lo mismo el segundo y el tercero se casaron con ella; igual los siete, que murieron sin dejar hijos. Después murió la mujer. Cuando resuciten, ¿de quién será esposa la mujer? Porque los siete fueron maridos suyos”.Jesús les respondió: “¡Los que viven en este mundo toman marido o mujer. Pero los que sean dignos de la vida futura y de la resurrección de la muerte no tomarán marido ni mujer; porque ya no pueden morir y son como ángeles; y, habiendo resucitado, son hijos de Dios. Y que los muertos resucitan lo indica también Moisés, en lo de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob. No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven”.
Intervinieron algunos letrados: “Maestro, qué bien has hablado”.Y no se atrevieron a hacerle más preguntas.
Unos saduceos plantearon
a Jesús una pregunta teórica y capciosa sobre la resurrección. Los saduceos eran
el partido de los terratenientes y comerciantes que se habían apoderado del
sacerdocio para enriquecerse con los impuestos que los judíos pagaban para el
templo y con la venta de animales para los sacrificios. Los fariseos, sus más
inflexibles rivales, los criticaban por su inmoralidad y porque negaban la
resurrección de los muertos.
Lo que pretenden los saduceos que se
presentan ante Jesús es ridiculizar la fe en la resurrección, planteando un caso
hipotético y extremado. Aluden a la ley del levirato, que dio Moisés para
garantizar la descendencia de todo varón. Esta ley correspondía al sueño de
todo judío de ver nacer al Mesías entre sus hijos o los hijos de sus hijos. Y
esto interesaba incluso a quienes no esperaban nada después de la muerte, sino
sólo dejar descendencia en este mundo.
Jesús responde, primero,
declarando que la fe en la resurrección no es absurda: lo que no tiene sentido
es querer asegurar la propia pervivencia casándose y teniendo hijos, porque la
vida humana no acaba con la muerte. Cuando los muertos resuciten no tendrán
necesidad de casarse. A continuación afirma que en la vida eterna los seres
humanos serán como ángeles.
Esta comparación tiene mucho
contenido. Los ángeles son llamados “hijos de Dios” (Job 1,6; 2,1), porque reflejan su esplendor y su fuerza; nosotros
también somos hijos e hijas de Dios y en la vida eterna alcanzaremos la
plenitud de la filiación divina. Los ángeles son seres espirituales; nosotros
por la resurrección tendremos un “cuerpo espiritual” como dice san Pablo (1 Cor 15,42). Los ángeles son “anunciadores”
de la palabra de Dios; los creyentes somos testigos de la resurrección. Ellos
son servidores y custodios; nosotros podemos serlo.
Después de esto, Jesús hace ver
que la resurrección estaba ya contenida implícitamente en el episodio de la
zarza ardiente, en la que Dios se revela a Moisés como Dios de Abraham, de
Isaac y de Jacob (cf. Ex 3, 6). Si es
Dios de ellos y ellos están muertos, quiere decir que resucitarán, pues de lo
contrario no sería Dios de vivos sino de muertos, lo cual es absurdo. La
fidelidad de Dios a los patriarcas y a su pueblo va más allá de la muerte.
Israel llegó progresivamente a la
fe en la resurrección, no a partir de reflexiones sobre la inmortalidad, sino por
la experiencia del amor fiel de Dios que va más allá de la muerte. Esta
revelación, fundada en el Pentateuco, se desarrolló con los profetas y los
libros sapienciales.
La resurrección es la acción que
permite reconocer a Dios: Esto dice el
Señor: Yo abriré sus tumbas, los sacaré de ellas, pueblo mío, y los llevaré a
la tierra de Israel. Y cuando abra sus tumbas y los saque de ellas, reconocerán
que yo soy el Señor. Infundiré en ustedes mi espíritu y vivirán (Ez
37,13ss).
Para los cristianos, la fe tiene
su inicio en la resurrección de Jesús. Porque, si Cristo no resucitó, la fe de ustedes no tiene sentido y siguen aún
sumidos en sus pecados (1 Cor 15,17). La resurrección consiste en estar siempre con el Señor (1 Tes 4,17).
Esa es la vida eterna que vivimos ya ahora por el don del Espíritu. Por eso
dice Pablo: ya no soy yo quien vive, sino
que es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20).
Esta fe promueve en nosotros el
compromiso de ser testigos de la
resurrección (Hech 1,22). Para ello es fundamental analizar la incidencia práctica
que la fe en la resurrección ejerce en nuestro modo ordinario de proceder.
Veremos entonces que es inherente
a la fe cristiana la voluntad de construir nuestra
vida de tal modo que lo más esencial que hay en ella (la libertad, la
responsabilidad, el amor) demuestre que no marchamos hacia un final que nos
hará sucumbir en la nada, sino hacia un Dios que nos garantiza nuestra
realización plena.
La fe en
la resurrección hace buscar la unión y la
paz en las relaciones con los demás; motiva el perdón que remite a Dios la
regeneración del que nos ha ofendido; capacita para los grandes gestos de
sacrificio y renuncia por el bien de los seres queridos y por el progreso
humano de la sociedad en que se vive; mueve a adoptar un estilo de vida sobrio,
responsable, alejado de la banalidad frívola del mundo; mantiene firme la
confianza aun cuando los logros del amor y de la justicia no resultan palpables
y evidentes.
Así se demuestra que la existencia humana
trasciende lo material y temporal, porque su valor no se agota en la razón, el
éxito o la dicha de este mundo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.