P.
Carlos Cardó SJ
Primeros
cristianos, pintura mural de autor anónimo del siglo III D.C., Hipogeo de los
Aureli, Roma, Italia
|
Jesús les dijo: "Después de esa angustia llegarán otros días; entonces el sol dejará de alumbrar, la luna perderá su brillo, las estrellas caerán del cielo y el universo entero se conmoverá. Y verán venir al Hijo del Hombre en medio de las nubes con gran poder y gloria. Enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro puntos cardinales, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. Aprendan de este ejemplo de la higuera: cuando sus ramas están tiernas y le brotan las hojas, saben que el verano está cerca. Así también ustedes, cuando vean que suceden estas cosas, sepan que todo se acerca, que ya está a las puertas. En verdad les digo que no pasará esta generación sin que ocurra todo eso. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Por lo que se refiere a ese Día y cuando vendrá, no lo sabe nadie, ni los ángeles en el Cielo, ni el Hijo, sino solamente el Padre".
Los contemporáneos de Jesús y,
después, las primeras comunidades cristianas, sentían la inquietud de saber
“cuándo” iba a ocurrir el fin del mundo y cómo se iba a reconocer su venida.
Jesús se niega a satisfacer esa curiosidad.
Lo que hace es describir el
destino final de la historia –a escala cósmica– empleando imágenes semejantes a
las de la literatura apocalíptica judía (concretamente, el libro de Daniel),
que fueron redactados en la última etapa del Antiguo Testamento. Apocalipsis no significa desastre sino revelación de algo desconocido. Este
género literario describía mediante símbolos la victoria de Dios sobre el mal. Empleaba
un lenguaje lleno de colorido, de trazos y tintes fuertes, de imágenes impactantes
y paradojas, que no se deben tomar en sentido literal, pero que tampoco nos
deben extrañar pues, de hecho, la realidad del mundo hace estallar a diario
ante nuestros ojos imágenes fuertes de hechos dolorosos y dramáticos que llenan
de horror.
Jesús en su discurso no revela
cosas extrañas ni ocultas, sino que da a conocer el sentido profundo de nuestra
realidad presente, enseña que el mundo tiene su origen y su fin en Dios e
invita a vivir el presente desde esta perspectiva, la única que da sentido a la
vida.
El evangelio nos hace ver que no
vamos hacia el “acabose” sino hacia “el fin”, que no nos espera la nada y el
vacío sino el encuentro con Dios. Vamos hacia la disolución del mundo viejo y
al nacimiento del nuevo. El universo, en la forma que hoy tiene, se habrá de
acabar: lo que ha tenido un inicio, tiene un fin. Pero se nos dice también que
hay una relación entre la meta final y el camino que llevamos.
Por tanto, quienes no acepten el
sentido y finalidad que deben tener sus vidas, podrán acabar mal, como acabará
todo lo malo que hay en este mundo: de modo que así como no debemos tener miedo
por el futuro, tampoco podemos convertirnos en unos ingenuos y triunfalistas.
El texto que comentamos retoma a
escala cósmica las constantes negativas de la vida y de la historia que
perduran hasta hoy y que, llevadas a extremo, pueden destruirlo todo. Este es
el sentido de las imágenes del sol que deja de brillar, la luna que pierde su
resplandor, y las estrellas y astros del cielo que caen.
Ahora bien, en el evangelio de
Marcos, todo eso ocurre en la muerte de Jesús: allí acontece el primer
cumplimiento de la victoria sobre el mal del mundo, que queda como anticipo y
promesa de un futuro en el que la victoria llegará a su plenitud. Así, vemos
que al momento de morir Jesús, el sol se oscureció desde el mediodía (15,33),
el velo del templo –símbolo del cielo– se rasgó en dos (15,39) y apareció la
gloria de Dios (15,39).
En el cuerpo muerto del Señor, que
carga sobre sí el pecado y el mal de este mundo, se realiza el juicio de Dios:
la derrota de lo negativo y la liberación del amor que triunfa. En la realidad
en que vivimos, se desarrolla el misterio de la muerte y resurrección de Jesús,
y el misterio del Reino de Dios que crece hasta lograr su plenitud.
Por eso la descripción del fin del
mundo contiene un anuncio esperanzador: la última palabra sobre el destino
humano no es una palabra de muerte y destrucción total. Lo que desaparecerá
será el mal del mundo y aparecerán los cielos nuevos y la tierra nueva (Is 25,8; Ap 21, 1-5). Una humanidad
nueva surgirá: la humanidad nueva que nace con la muerte de Cristo en la cruz y
que será conducida a su plenitud por el Hijo del hombre cuando venga con poder
y majestad. Entonces aparecerá la
salvación de Dios.
Para el cristiano, la venida del
Señor al final de los tiempos ha de significar consuelo y aliento para vivir el
presente. El Señor viene a reunir de los
cuatro vientos a sus elegidos… El momento final de la historia consistirá
en la reunión de los “elegidos” en comunión gozosa con Dios, como manifestación
plena de su reinado sobre todo lo creado.
Y por eso, sea cual sea el fin
temporal de la historia humana, incluida la posibilidad de una catástrofe
mundial, el cristiano sabe que la creación entera ha sido confiada definitivamente
a las manos de Dios, nuestro creador y padre, por Jesucristo su hijo,
crucificado y resucitado, en quien el ser humano y todo lo creado ha hallado su
forma de realización plena e irreversible.
A los primeros cristianos que
preguntaban ansiosos cuándo iba a ser el fin del mundo, el evangelio les decía
cómo debían esperarlo. A los de hoy, que piensan con temor en el fin del mundo
o ya no les interesa, el evangelio les dice qué sentido tiene el esperarlo y
cómo encaminar nuestra historia actual hacia la verdadera esperanza, que no
defrauda.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.