P. Carlos Cardó SJ
Destrucción del templo de Jerusalén, óleo sobre lienzo de
Francesco Hayez (1867), Galería de la Academia, Venecia, Italia
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Jesús, al acercarse y divisar la ciudad, dijo llorando por ella: "Si también tú reconocieras hoy lo que conduce a la paz. Pero eso ahora está oculto a tus ojos. Te llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán y te cercarán por todas partes. Te derribarán por tierra a ti y a tus hijos dentro de ti, y no te dejarán piedra sobre piedra; porque no reconociste la ocasión de la visita divina".
Las palabras con que Jesús expresa
su dolor por la suerte futura de Jerusalén son como un eco de las lamentaciones
del profeta Jeremías (Cf. Jr 8,18-23)
por la destrucción de la ciudad por Nabucodonosor, ocurrida en el año 586 a.C.;
sin embargo, no se descarta que en su redacción final San Lucas haya tenido en
cuenta la toma de Jerusalén por las legiones romanas de Tito en el año 70 d.C.
Jesús ha entrado en Jerusalén en
medio del júbilo del pueblo sencillo que lo ha reconocido como el rey enviado
por Dios para traer la paz. Las autoridades han debido ver esa manifestación
como un tumulto popular peligroso, una provocación de ese predicador y
taumaturgo galileo que podría causarles problemas con los romanos. Jesús es consciente
de ello, pero su interés se centra en el destino de la propia capital de su
país, que no ha querido reconocer lo que conduce a la paz verdadera,
contradiciendo incluso el significado de su nombre, Yeru-shalem, que evoca la paz.
Ya antes había expresado el dolor
que le causaba la impiedad de Jerusalén que mata a los profetas y apedrea a los
que Dios le envía, frustrando así los planes de Dios; y había manifestado su deseo de protegerla,
comparándose a la gallina que reúne a sus pollitos bajo sus alas (Lc 13, 34). Vuelve ahora a constatar la
cerrazón con que Jerusalén lo rechaza como portador de la paz que Dios ofrece y
se conmueve hasta romper a llorar.
Es un llanto de dolor por la
oposición de que es objeto y por las consecuencias que puede tener para la
ciudad el haber desaprovechado la oportunidad dada por Dios de jugar un papel
ejemplar en el establecimiento de una existencia pacífica de la humanidad.
Resuena en sus palabras la congoja
del profeta que ve la ruina a la que se precipita su ciudad y su nación: Mis ojos se deshacen en lágrimas día y noche
sin cesar porque un gran desastre viene sobre mi pueblo, y su herida es
incurable… (Jer 14, 17).
No es una amenaza ni un vaticinio de
la destrucción futura de la ciudad como castigo divino. Él no ha hecho más que
mostrar la misericordia de un Dios que perdona. Pero no es ciego a lo que su
pueblo puede causarse a sí mismo por haberse negado a comprender lo que conduce
a la paz. Quien obstinadamente rechaza la paz, atrae contra sí la guerra y la desgracia.
Viniendo a nuestra situación, se
puede decir que este pasaje evangélico mueve a discernir los signos de los
tiempos para hallar en ellos la presencia del Señor y su ofrecimiento de paz
personal, social y mundial. Jerusalén no ha reconocido en “en este día”, la
venida del Señor y su salvación. También nosotros podemos ignorarla y no ver el
presente como el tiempo para el encuentro con el Señor y con la existencia pacífica,
fraterna y justa a la que nos invita.
Esforcémonos,
por tanto, por entrar en ese descanso y que nadie caiga siguiendo el ejemplo de
la rebeldía, dice la carta a los Hebreos (4,11), pero el día del Señor sigue ignorado, desaprovechado, las naciones no
reducen sus gastos de armamento, los medios no hacen más que propalar la falacia
de la eficacia de la violencia para resolver conflictos y como individuos
mantenemos en nuestro interior resentimientos y hostilidades.
No obstante, hoy es el tiempo faorable, hoy es el tiempo de la salvación, como dice San Pablo (2 Cor 6,2), y sigue disponible para nosotros la gracia que nos hace constructores de la paz en las relaciones personales y en las instituciones en que trabajamos o frecuentamos. Siempre nos es posible decir: Deseen la paz a Jerusalén… Por mis hermanos
y compañeros voy a decir: ¡La paz contigo! Por la casa del Señor, nuestro Dios,
te deseo todo bien (Sal 121, 6.8-9).
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