P.
Carlos Cardó SJ
Paisaje
montañoso detrás del Hospital San Pablo, óleo sobre lienzo de Vincent van Gogh
(1889), Gliptoteca Ny Carlsberg, Copenhague, Dinamarca
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Jesús dijo a sus discípulos: Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo.
Con estas imágenes tomadas de la vida diaria Jesús no da un
mandato ni propone un programa de acción; lo que hace es describir lo que deben
ser sus discípulos: deben ser sal en el mundo en que viven y luz para las
personas con quienes tratan.
La sal sazona los
alimentos y los preserva de la corrupción. Además, en la cultura judía del
tiempo de Jesús, la sal era símbolo de sabiduría, amistad y disponibilidad para
el sacrificio. Dirigidas a nosotros, estas palabras de Jesús nos dicen que
debemos mostrar el sabor de los valores del evangelio y la perseverancia en el
buen obrar.
Y hemos de ser sal de la
tierra porque nuestra fe en Cristo le
da sentido no solamente a nuestra vida personal, sino a las relaciones en
sociedad. Somos sal de la tierra si transmitimos y defendemos los valores del
evangelio, y procuramos mantener en el mundo las inquietudes por la justicia verdadera,
luchando contra todo lo que hace que nuestra sociedad se corrompa y se degrade.
Volverse
insípido, en cambio, es perder el sabor de Cristo, incurrir en la tibieza,
dejar que se enfríe el amor, perder mística, pasión, anhelo de entrega. Es una
tentación en la que todos podemos incurrir, porque somos continuamente
afectados por otros modos de pensar, otros sabores, y por ello debemos estar
vigilantes.
Ustedes
son la luz del mundo, dice también Jesús. Él es la Luz. Y
lo afirmó: Yo soy la luz del mundo, el
que me sigue tendrá la luz de la vida (Jn 18). Él es quien ilumina, nosotros recibimos de su luz y damos luz. La
identidad cristiana cuando está asimilada se deja ver, se trasluce, resalta.
Pero también aquí se da una contraposición: porque el mundo tiene
otras luces que encandilan y fascinan con sus propuestas de felicidad engañosa
o efímera. La luz verdadera que hemos de transmitir, la describe el profeta Isaías
en términos muy concretos: Aleja de ti toda
opresión, deja de acusar con el dedo y levantar calumnias. Reparte tu pan al
hambriento y sacia al que desfallece. Entonces brillará tu luz en las
tinieblas, y tu oscuridad se volverá
como la claridad del mediodía; entonces te dirigirás a Dios y Dios te hará
sentir su presencia, te responderá: “Aquí estoy” (Is 58).
No
puede ocultarse una ciudad situada en la cima de una montaña,
continúa el texto. Jesús se refiere a
la comunidad de los que lo siguen, a la Iglesia. Está en lo alto, todos la ven,
todos se fijan en lo que en ella ocurre. De ahí brota nuestra responsabilidad
porque somos ciudadanos de esa ciudad y lo que yo haga o deje de hacer –más aún
si desempeño en ella una función especial– eso beneficia o perjudica a la
Iglesia.
Inspirado en el evangelio, el Papa
Francisco no deja de advertir a todos –obispos, sacerdotes, laicos– que la
Iglesia debe dejar de estar encerrada en sí misma, incapaz de dar al mundo de
hoy el sabor de la sal y la luz del Evangelio.
Suele decir: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la
calle, que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrase a las
propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que
termina clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos”.
Exhorta a los fieles a no quedarse
“tranquilos en espera pasiva en los
templos”. Y nos invita a buscar las “fronteras”, los espacios humanos en
los que se libra la batalla entre la fe y la increencia, la abundancia y la
pobreza, el bienestar y el sufrimiento, convencido de que “lo que necesita hoy la iglesia es capacidad de curar heridas” y
cultivar una “cultura del encuentro” entre las diversas culturas, las diversas
maneras de pensar y las diversas capas sociales.
Procurar que la Iglesia brille como “ciudad sobre el monte” no significa
pretender el brillo y esplendor de un país que se confronta con otros, o de una
empresa que compite con otras, o de una asociación que se enorgullece por
reclutar el mayor número de socios.
El mismo Jesús que mueve a hacer brillar la luz, nos advierte: Cuidado con practicar las buenas obras para
ser vistos por la gente…, no vayas pregonándolo como lo hacen los hipócritas en
las sinagogas y en las calles para que los alaben los hombres (Mt 6, 1-2).
Por consiguiente, la única gloria que la Iglesia debe procurar es
la gloria de Dios, que en el evangelio aparece asociada a la obra de Jesús en
favor de los enfermos, de los pobres, de los pecadores, y es contraria a la de
los hipócritas que obran para ser vistos.
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