P. Carlos Cardó SJ
El árbol de la vida, pintura de
autor anónimo del siglo XVII, Palacio de los Kanes de Shaki, Seki, Azerbaiyán
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Jesús dijo a sus discípulos: «Tengan cuidado de los falsos profetas, que se presentan cubiertos con pieles de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los reconocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los cardos? Así, todo árbol bueno produce frutos buenos y todo árbol malo produce frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo, producir frutos buenos. Al árbol que no produce frutos buenos se lo corta y se lo arroja al fuego. Por sus frutos, entonces, ustedes los reconocerán».
Una experiencia perturbadora
vivida por las primeras comunidades cristianas fue, sin duda, la que aquí
apunta el evangelio de Mateo: la presencia de los falsos profetas o maestros que
aparecen como pacíficos e indefensos pero destruyen la comunidad. San Pedro
habla de falsos maestros, que introducen encubiertamente herejías destructoras
(2Pe 2,1-2). San Pablo alerta a los
cristianos de Roma para que se fijen en los que causan divisiones y tropiezos
en contra del mensaje cristiano y para que se aparten de ellos (Rom 16,17).
Entre estos falsos profetas y maestros,
los que mayor preocupación le causaron al Apóstol fueron los judaizantes, que
actuaban para ser vistos como fieles a ley de Dios (Gal 6, 12-17), pero en realidad eran una levadura malsana (Gal 5,7-12) que le quitaba a la cruz de
Cristo su valor redentor.
Junto a ellos ponía también Pablo
a aquellos que, con su vida licenciosa, no pensaban más que en las cosas de la
tierra y propagaban malas costumbres (Fil
3, 18-9). Todos ellos son los “asalariados” de la parábola del Buen Pastor
en el evangelio de Juan (Jn 10,12) y
los “lobos rapaces” a los que alude Pablo en su despedida de Mileto: Yo sé
que, después de mi partida, se introducirán entre ustedes lobos rapaces
que no perdonarán el rebaño; y también entre ustedes mismos se levantarán
hombres que hablarán cosas perversas para arrastrar a los discípulos detrás de
sí (Hech 20,29).
Esta experiencia, que subyace al texto
que comentamos, no es cosa del pasado. Apunta a todos aquellos que seducen al
pueblo con apariencias de bien y de verdad, pero persiguiendo fines
interesados. No sólo son gentes que predican falsas doctrinas, sino que se
atribuyen la función de maestros inspirados por Dios o sabios conocedores de
las cosas espirituales, pero que no lo son en realidad. Su disfraz en piel de
oveja significa que se presentan como inofensivos miembros del “rebaño” y hacen
mucho daño a los desprevenidos.
Mateo da a la comunidad una norma
para poder reconocer a estos falsos profetas y maestros: saber discernir lo
bueno y lo malo en lo que proponen. Es la primera regla del discernimiento
espiritual: al árbol se le conoce por sus frutos. Todo árbol bueno da frutos buenos; pero el árbol malo da frutos malos. Sus
palabras y su modo de comportarse pueden parecer acertados y correctos, son su
disfraz. Pero su verdadero ser, en contradicción con la voluntad de Dios, no
puede quedar oculto a pesar de todas sus apariencias externas. Descubrir a
dónde pretenden llevar a la comunidad es la finalidad del discernimiento. Hermanos queridos, no crean a cualquiera que
pretenda poseer el Espíritu. Hagan más bien un discernimiento para ver si
pertenece a Dios (1Jn 4,1).
A todo esto, san Ignacio de Loyola
en sus famosas reglas para el discernimiento espiritual añade algo muy certero,
que vale no sólo para distinguir los buenos de los malos maestros, sino también
las buenas y malas inspiraciones, deseos, tendencias que pueden surgir en
nosotros “bajo apariencia” de bien y pueden engañarnos, llevándonos a tomar
malas decisiones.
Nos dice que debemos analizar el desarrollo que tienen tales
deseos o pensamientos que nos vienen porque si en su origen, en el medio o en
el fin al que nos llevan todo es bueno o inclinado al bien, eso es señal de que
proceden del buen espíritu; pero si al comienzo, al medio o al fin encuentro
algo malo, o menos bueno de lo que me había propuesto hacer, o debilita mi vida
espiritual, me inquieta y perturba, quitándome la paz, tranquilidad y quietud
que antes tenía, eso es clara señal de que procede del mal espíritu, con el
cual no voy a poder tomar buenas decisiones (Ejercicios Espirituales, 333).
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