P.
Carlos Cardó SJ
Castillo construido sobre una pequeña isla de rocas en
Dublin, Irlanda
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Jesús dijo a sus discípulos: «No son los que me dicen: 'Señor, Señor', los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: 'Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios e hicimos muchos milagros en tu Nombre?'. Entonces yo les manifestaré: 'Jamás los conocí; apártense de mí, ustedes, los que hacen el mal'. Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero esta no se derrumbó porque estaba construida sobre roca. Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: esta se derrumbó, y su ruina fue grande». Cuando Jesús terminó de decir estas palabras, la multitud estaba asombrada de su enseñanza, porque él les enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus escribas.
Estas palabras de Jesús se dirigen a personas creyentes que
escuchan la doctrina del evangelio, pero no la llevan a la práctica. Son
personas que pueden hacer cosas buenas, pero no cumplen la voluntad de Dios.
El evangelista Mateo tiene ante sí una comunidad cristiana
entusiasta, rica en cualidades naturales y sobrenaturales. Celebran el culto,
oran, incluso realizan profecías, milagros y exorcismos, pero descuidan lo
cotidiano: el hacer la voluntad del Padre, amando y sirviendo a los demás en
las cosas de cada día. Si no tienen amor, de nada les sirven sus prácticas religiosas y los dones extraordinarios
que poseen (cf. 1 Cor 13, 1-3).
No basta con orar ostensiblemente, invocar a Dios con aparente
sinceridad. La oración nos debe llevar a conocer lo que el Padre quiere de
nosotros, y disponernos a ponerlo en práctica. Ahora bien, la voluntad de Dios
se expresa claramente en el mandamiento del amor. Por eso, es precisamente en
la práctica del servicio a los demás por amor donde se demuestra la
autenticidad de la oración.
No
basta decir “Señor, Señor”. La verdadera oración pasa por el
corazón y se verifica en el amor a los demás, en especial a los más
necesitados. En su oración, Jesús se encuentra con su Padre, escucha su
voluntad y decide practicarla, aunque le cueste sangre el hacerlo (Mt 26,39 par; Jn 12,27). Por eso, en el día del juicio sólo recibirá el
beneplácito divino quien ha cumplido la voluntad del Padre de los cielos.
Para reforzar esta enseñanza, Jesús propone la parábola de dos
hombres que construyen su casa de diferente manera. El primero, considerado
“prudente”, edifica firmemente sobre roca, de modo que cuando vienen las
tormentas, las crecidas de los ríos y los fuertes vientos, la casa resiste por
sus buenos cimientos. El segundo en cambio, es un “necio” que construye en
terreno arenoso, sin las debidas precauciones, y el resultado es lamentable
porque la casa no soporta el embate de los fenómenos atmosféricos y se viene
abajo. Los valores y enseñanzas de Jesús son el fundamento firme para una vida
bien construida; no tenerlos en cuenta es echarla a perder, “desgracia grande”.
En la predicación y, sobre todo, en el ejemplo de vida de Jesús se
delinea una ética bien concreta, un modo recto de proceder, que vale tanto para
los cristianos como para toda persona que aspire a forjarse una vida
verdaderamente valiosa para sí y para los demás (Mt 28,19s).
Jesús hace ver que para ello es importante interiorizar los
valores, asumirlos con el corazón, de lo contrario la persona no podrá actuar
con convicción cuando esté sometida a la presión de los propios impulsos, o se
vea envuelta por la multitud de “voces” que desde el exterior impactan en su
conciencia y pugnan por dirigir su conducta.
Jesús no busca únicamente que la persona sepa cuál debe ser la
recta ordenación moral de sus actos, sino que aprecie la validez de sus
enseñanzas, ponga en ellas el afecto de su corazón (es decir, procure que
movilicen su afectividad y sus sentimientos) desde su interior y no como
imposiciones externas. Esta persona sabrá discernir en cada circunstancia cuál
ha de ser su modo de proceder y sabrá mantener un estilo de vida coherente y
ejemplar.
Hoy ya no se cree –sobre todo
entre los jóvenes– en doctrinas y discursos, y se ha perdido confianza en las
instituciones. Lo que convence es la coherencia y autenticidad de las personas,
más que las declaraciones de principios. Y eso fue lo que Jesús demostró. No
enseñó nada que primero Él no cumpliera. Nadie halló engaño en su boca (1 Pe 2,22), buscó servir y no ser
servido (Mt 20,28), y su integridad
de vida fue tan patente, que hasta sus adversarios reconocieron ante él: Maestro, sabemos que eres sincero, que
enseñas con verdad el camino de Dios y no te dejas influenciar por nadie, pues
no te fijas en las apariencias de las personas (Mt 22,16).
Con razón pudo decir a sus
discípulos, después de lavarles los pies –gesto que sintetiza lo más
característico de su persona–: Ejemplo
les he dado para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes” (Jn
13,15).
La parábola de las dos casas interpela al lector, le induce a
confrontarse con una y otra para tomar conciencia de la vida que se está
construyendo.
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