P. Carlos Cardó SJ
La moneda del César, óleo sobre lienzo de Antonio Arias (1646), Museo del Prado, Madrid |
Le enviaron después a unos fariseos y herodianos para sorprenderlo en alguna de sus afirmaciones. Ellos fueron y le dijeron: "Maestro, sabemos que eres sincero y no tienes en cuenta la condición de las personas, porque no te fijas en la categoría de nadie, sino que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios. ¿Está permitido pagar el impuesto al César o no? ¿Debemos pagarlo o no?". Pero él, conociendo su hipocresía, les dijo: "¿Por qué me tienden una trampa? Muéstrenme un denario". Cuando se lo mostraron, preguntó: "¿De quién es esta figura y esta inscripción?". Respondieron: "Del César". Entonces Jesús les dijo: "Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios". Y ellos quedaron sorprendidos por la respuesta.
Los miembros del Sanedrín, a
quienes Jesús ha dirigido la parábola de los viñadores homicidas, que los ha
indignado hasta desear su muerte, le envían ahora a unos fariseos y partidarios
de Herodes para tenderle una trampa con la cuestión sobre la licitud del
impuesto que pagaban a los romanos. Este tributo pro capite, a diferencia de otras contribuciones que tenían que
pagar los judíos, era especialmente humillante porque se efectuaba con dinero
romano como signo de sumisión y vasallaje.
Para el judaísmo, lo político y lo
religioso estaban unidos, por eso el pago de este impuesto tenía también un
significado religioso: la moneda que se empleaba, el denario de plata, con la imagen
del emperador y la inscripción Tiberio
César, hijo del divino Augusto, les hacía sentirse no sólo dominados sino
propiedad del idolatrado Jefe del Estado.
Este fue el motivo de la rebelión
de un tal Judas Galileo, el año 6 d.C., a quien los romanos subyugaron,
masacrando a sus huestes y crucificando a dos de sus hermanos. De ahí nació el
movimiento mesiánico de los celotas (“intransigentes”), que practicaban una
especie de guerrilla partisana contra los invasores romanos y que, entre otras
cosas, se negaban a usar la moneda romana.
La pregunta que le plantean a
Jesús sus interlocutores es capciosa por donde se la vea: si responde que sí es
lícito pagar el impuesto, se pondría de parte del opresor, justificando la
opresión que sufre el pueblo. Al mismo tiempo negaría validez al anhelo nacional
de un mesías libertador, echaría por tierra su propia pretensión de ser el
enviado de Dios para liberar y frustraría las expectativas que tantos han
puesto en él. Si, por el contrario, responde que no se debe pagar el impuesto,
se pondría en contra de los romanos y sus enemigos tendrían un motivo para
denunciarlo, cosa que finalmente harán.
Jesús pide
que le muestren la moneda y con este solo gesto anuncia ya su respuesta. Los
fariseos y herodianos no tardan en alcanzarle el denario, que suelen usar,
poniendo así al descubierto su hipocresía. La frase de Jesús, además, los mete
en aprietos pues les cuestiona la concepción que tienen del “divino” César,
cuya imagen y moneda llevan consigo, y la concepción que tienen de Dios.
La respuesta
de Jesús no es evasiva, lo que hace es poner la cuestión en un plano superior
de pensamiento en el que se puede entender qué es de Dios, qué le pertenece, y
qué pertenece al César. Los interlocutores de Jesús tienen que saber que la
soberanía absoluta de Dios está sobre todo lo creado, incluidos los poderes de
este mundo, que deben orientarse a Él, pues de lo contrario pierden
legitimidad, Dios los derriba (cf. Lc
1,52).
No obstante,
y sobre esta base de la soberanía absoluta de Dios, Jesús reconoce la autoridad
romana conforme a la mentalidad del judaísmo de la época (cf, 1 Pe 13, 1-7), para darle lo que le
pertenece ¡pero no más! El ser humano, que es imagen de Dios, pertenece a Dios;
el dinero, que lleva la imagen del César, pertenece al César. La persona humana
depende de Dios de manera incomparablemente más plena y más profunda que lo que
puede depender de un gobernante, cualquiera que sea.
Y en esa
dependencia absoluta de Dios, su Creador y Padre, encuentra la persona la
libertad con que debe vivir en cualquier sistema político, mostrándose crítica
frente a él para que no pretenda absolutizarse ni ejerza el poder contra las
personas. Ningún César o gobernante o partido puede ocupar el puesto de Dios.
La historia está llena de las tragedias a las que condujeron los “césares” que
lo pretendieron.
Esto supuesto, no se puede reducir
la respuesta de Jesús a la simple separación entre lo político y lo religioso,
lo material y lo espiritual, el Estado y la Iglesia. Quedarse sólo en esto
lleva muchas veces a la privatización de lo religioso, relegado a la
interioridad de las personas, a la religión enmudecida, a la conciencia
burguesa que deja de anunciar y exigir el respeto a los valores éticos y
morales, a la libertad y a los derechos de las personas en el ordenamiento
social.
Como si Dios pudiese dejar de
iluminar las mentes para el recto manejo de lo profano. Sólo si se respetan los
valores morales, de los que da cuenta exacta el evangelio de Jesucristo, tiene
garantía incuestionable la autonomía (y laicidad) de lo político.
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