domingo, 3 de junio de 2018

Homilía de la Fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo (Mc 14, 22-25)

P. Carlos Cardó SJ
La Cena, óleo sobre lienzo de Pieter Pourbus (1548), Museo Groeninge, Brujas, Bélgica
Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomen, esto es mi Cuerpo". Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: "Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. En verdad les digo que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios". 
Este texto eucarístico de Marcos termina con la solemne afirmación: Les digo en verdad (amén, amén, yo les digo) que ya no beberé más del fruto de la vida hasta  el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios. Esta frase hacía ver a los primeros cristianos que cuando se reunían para partir juntos el pan y beber juntos el vino, no solamente recordaban la muerte del Señor, sino que comían realmente su cuerpo y bebían su sangre, es decir, unían íntimamente sus personas a la de Él, se creaba una verdadera comunión con Dios y entre ellos, cuya plenitud se alcanzará al final de los tiempos, cuando venga sobre todo lo creado el reinado de Dios.
Los evangelios Sinópticos y Pablo concuerdan perfectamente en la intención de hacer ver a los cristianos de las futuras generaciones que Jesús por las acciones y palabras que empleó en la cena que celebró con sus discípulos antes de padecer, interpretó su muerte como la culminación del plan de salvación que había recibido de Dios, su Padre, y que Él había querido cumplir plenamente por amor a sus hermanos.
En la última cena hay un Jesús que piensa en su muerte inminente y habla de ella  poniéndola en relación con el contenido central de toda su enseñanza y con el significado central de su propia existencia, que es el de una vida que se entrega para dar vida.
Al mismo tiempo, la cena del Señor se realiza en una situación cargada de expectativa. Hay allí un Jesús que piensa en el reino. Por eso, entiende y plantea la cena en términos escatológicos, como la anticipación de la alegría definitiva en el reino de su Padre.
Y es también una situación cálidamente familiar y fraterna: Jesús está reunido con el grupo de sus íntimos, con aquellos que han perseverado con Él en sus prueba, y a los que quiere mantener unidos a Él y entre sí, pase lo que pase.
Por eso la celebración de su cena por los cristianos será constitutiva de la comunidad, en todos sus aspectos: porque une en comunión a los hermanos entre sí y con Cristo, porque es signo de su reino por venir y porque es también señal o instrumento de su presencia y de su obra salvadora en la historia. La eucaristía hace a la Iglesia.
La cena de Jesús puede enmarcarse en el contexto de las comidas comunitarias que tuvo durante su vida con gente de todo tipo de procedencia. Se ven en ella puntos de contacto con las formas habituales de comer propias de los judíos, en especial la de los banquetes festivos y, más concretamente, la de la cena de pascua.
En dichos banquetes son esenciales los elementos siguientes: la pertenencia mutua y la religación personal de los comensales por la afirmación y vivencia de su pertenencia al pueblo escogido, la acción de gracias por la liberación, la apertura de principio a todos los alejados y el deseo de la reunión de todos los hijos de Dios dispersos. Por todo ello, esos banquetes eran “signo” precursor del incipiente reinado final de Dios. Pero estos datos, aunque ilustrativos, no bastan por sí solos para explicar lo que Jesús quiso hacer en su Cena.
Por eso, cuando los evangelios relatan la última cena, dan una descripción que incluye ya el modo cómo la primitiva Iglesia celebraba la liturgia eucarística. Subrayan como lo central la bendición del pan: Tomó el pan; pronunció la bendición y la acción de gracias sobre el cáliz: Pronunció la acción de gracias (Mt 26,26s; Mc 12, 22; 27; Mc 14, 23).
Omiten la cena ritual judía y dan relieve a los dos momentos de la entrega y comunión del pan y del vino. Hacen ver así (y Pablo lo afirma con toda claridad en 1 Cor 11, 23-26) que la cena, unida inseparablemente a la cruz del Señor, es una comida sacrificial, un signo de la nueva alianza de Dios con nosotros y un sacramento de comunión.
En la cena del Señor, la antigua celebración de la liberación nacional se convierte en la conmemoración de una la nueva liberación, la comida del cordero se sustituye por la comida de su propio cuerpo y la bebida de su sangre. Con esto, dejó a su Iglesia una comida que es acción de gracias y sacrificio al mismo tiempo. Y todo a través de unos actos sencillos: ofrecer un pedazo de paz y una copa de vino, y unas sencillas palabras: Esto es mi cuerpo..., esto es mi sangre
Sin embargo, en su misma sencillez, sintetizan mucho más de lo que un cristiano puede experimentar de una vez: el recuerdo de la despedida de Jesús, la actualización del sacrificio de su vida, la acción de gracias por lo que hace por nosotros, la expectación de su reinado, y la comunión fraterna, fundamento esencial de la Iglesia.

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