P. Carlos Cardó SJ
El sermón de la montaña, acuarela de Henry Coller (1948) publicada
en “The color book of Bible stories”, de Ward Lock edit.
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Jesús dijo a sus discípulos: «Ustedes han oído también que se dijo a los antepasados: No jurarás falsamente, y cumplirás los juramentos hechos al Señor. Pero yo les digo que no juren de ningún modo: ni por el cielo, porque es el trono de Dios, ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la Ciudad del gran Rey. No jures tampoco por tu cabeza, porque no puedes convertir en blanco o negro uno solo de tus cabellos. Cuando ustedes digan 'sí', que sea sí, y cuando digan 'no', que sea no. Todo lo que se dice de más, viene del Maligno».
En el mundo judío del tiempo de
Jesús eran muy frecuentes los juramentos y se juraba por cualquier cosa, pero
como el mandamiento de la Ley prohíbe pronunciar el santo nombre de Dios en
vano, se juraba por la cabeza, por la tierra, por el cielo, por Jerusalén.
Jurar por Dios estaba prohibido, junto con el perjurio. Se suponía que la
persona justa y sabia no necesitaba del juramento porque llevaba a Dios en sí,
y el juramento supone rebajarlo, haciéndolo intervenir en asuntos humanos.
También en otros pueblos el
juramento fue considerado contrario a los principios éticos. Los filósofos
griegos inculcaban la idea de que el hombre debe inspirar confianza por sí
mismo y no ha de basar la credibilidad de su palabra en ninguna autoridad. Consideraban
superflua la invocación de los dioses, porque lo decisivo es la fiabilidad de la
persona.
Jesús apoya la enseñanza moral
tradicional, que se expresaba en el mandamiento: No jurarás en falso, sino que cumplirás lo que prometiste al Señor con
juramento (Ex 20, 7; Num 30, 3; Deut 23,22), pero no se queda en eso sino que enseña algo mucho más radical: prohíbe
el juramento porque exige la veracidad absoluta de la palabra humana.
Para Jesús, la persona no debe
tener una doble palabra: la verdadera y la que puede no serlo. Él no quiere que
vivamos desconfiando unos de otros, suponiendo siempre que lo que el otro dice puede
ser mentira. Quiere quitar ese presupuesto que rige muchas veces las relaciones
interpersonales, es decir, quiere sanar la devaluación del valor de la palabra,
que genera desconfianza.
Pero Jesús va más allá de la
condena categórica de la mentira. Su preocupación más honda, en la línea
espiritual más pura de Israel, era el respeto a la santidad del nombre de Dios
y la majestad de Dios. Con su alusión al juramento ilustra con un ejemplo lo
que es la veracidad, pero reprueba el juramento porque en él se apela al nombre
de Dios, se le pone de testigo de los propios actos y se le hace intervenir en
asuntos mundanos.
Mucho hay que trabajar, sobre todo
en la educación de los niños, para inculcar la buena actitud de suponer siempre
en el otro rectitud, veracidad y buena voluntad, y no precisamente lo
contrario, mientras no se demuestre como tal.
Pero como la confiabilidad de toda
persona depende de las demostraciones que dé de su rectitud y transparencia,
desde la infancia se debe aprender el sentido del valor de la palabra dada o
empeñada, la veracidad en el hablar y en el actuar, y la necesidad de refrendar
la credibilidad de la propia palabra con la rectitud e integridad de la
conducta.
Si es así, no hay necesidad de
estar jurando. Todos reprobamos la corrupción pública y privada, y lamentamos
que no se pueda confiar muchas veces en las instituciones y las personas. Deberíamos
comenzar a cambiar esta realidad con el ejemplo personal de que lo que pide el Señor es la única forma humana de vivir en sociedad: que cuando digan sí, sea un sí y cuando digan
no, sea un no; porque lo que pasa de ahí viene del maligno.
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