P.
Carlos Cardó SJ
Las
bienaventuranzas, mural del P. Maximino ‘Mino’ Cerezo Barredo CMF (1980),
Parroquia San Miguel Arcángel, Maranga, Lima
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Jesús dijo a sus discípulos: «No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice. El que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos. En cambio, el que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos.»
Jesús no pretende abolir la ley mosaica –sello de la alianza de Dios
con Israel–, sino llevarla a plenitud, dándole orientación y, sobre todo, haciéndola
más radical con las exigencias propias del amor, que no oprimen sino liberan a
la persona para dar lo mejor de sí.
Las palabras dar cumplimiento
del versículo 17 significan darle su forma nueva y definitiva en la perspectiva
del espíritu del evangelio. Las
comunidades cristianas primitivas recordaron claramente que Jesús subordinó los
numerosos preceptos de la Torá al precepto del amor como centro.
Vieron asimismo, sobre todo Pablo, que la ley de Moisés no posee
autoridad por sí misma, sino por Jesús y que, por consiguiente, su función es
la de ser guía –preceptor o pedagogo, dice Pablo– hacia Cristo (Gal 3,24), quien, por medio de su
Espíritu infundido en nuestros corazones, nos impulsa a la justicia mayor del
amor.
Los rabinos fariseos y los doctores de la ley habían inculcado en
la gente la idea de que el cumplimiento de la ley mediante la práctica de las
buenas obras hacía justo al hombre y le aseguraba la salvación. Sobre esta interpretación,
habían construido una moral rigorista, hecha de casuística sobre lo lícito y lo
ilícito, lo puro y lo impuro, determinado por el cumplimiento o incumplimiento
de los 350 preceptos en que sus rabinos habían pormenorizado la ley de Moisés.
Todo se volvía imprescindible para poder tener la seguridad de la
salvación. Jesús echa por tierra esta moral y propone otra que brota del
corazón, que se basa en una relación personal, amorosa y confiada con el Padre,
y busca hacer su voluntad, tal como se nos expresa en sus preceptos divinos
–que ningún principio de moralidad, por “perfecto” que sea puede eludir– y, sobre todo, en el único y principal
mandamiento que Él nos dejó: el del amor.
Obrando así, la práctica de la fe, que se define como seguimiento
de Cristo, no lleva a sentirse agobiado y cansado por el peso de la ley, sino libre
–como dice Pablo– para discernir en todo momento cuál es lo bueno, lo agradable a Dios y lo perfecto que se ha de buscar (Rom 12, 2).
El ejemplo de Jesús ilumina. Cumple la ley, como judío fiel que es
y por su adhesión filial a la voluntad del Padre, pero no duda en mostrarse
libre frente a la materialidad de la ley para dar paso a las exigencias
perentorias del amor: como en el caso de los enfermos que cura en día sábado, infringiendo
a los ojos de los fariseos y escribas el precepto del descanso sabático, o
cuando libera a sus discípulos de las exigencias tradicionales de las
purificaciones y de los ayunos.
En los versículos siguientes de este capítulo 5 de Mateo se verá a
Jesús atribuyéndose una autoridad que sólo de Dios le podía venir: la de modificar
el núcleo mismo de la ley, los mandamientos de Dios, para superar el literalismo legal y enseñar a sus discípulos una justicia más
elevada, que brota del interior de la persona y se manifiesta más en una
actitud y un estilo de vida, que en un cumplimiento mecánico de normas.
Cuando Jesús dice: ¡No
piensen que yo he venido a echar abajo la ley y los profetas! No he venido a
echar abajo sino a dar cumplimiento, no propone un incremento cuantitativo
de los preceptos de la Torá, sino una intensificación cualitativa –en términos
de amor– que configura un estilo de vida ante Dios.
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