miércoles, 13 de junio de 2018

Una justicia superior (Mt 5, 17-19)

P. Carlos Cardó SJ
Las bienaventuranzas, mural del P. Maximino ‘Mino’ Cerezo Barredo CMF (1980), Parroquia San Miguel Arcángel, Maranga, Lima
Jesús dijo a sus discípulos: «No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice. El que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos. En cambio, el que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos.» 
Jesús no pretende abolir la ley mosaica –sello de la alianza de Dios con Israel–, sino llevarla a plenitud, dándole orientación y, sobre todo, haciéndola más radical con las exigencias propias del amor, que no oprimen sino liberan a la persona para dar lo mejor de sí.
Las palabras dar cumplimiento del versículo 17 significan darle su forma nueva y definitiva en la perspectiva del espíritu del evangelio. Las comunidades cristianas primitivas recordaron claramente que Jesús subordinó los numerosos preceptos de la Torá al precepto del amor como centro.
Vieron asimismo, sobre todo Pablo, que la ley de Moisés no posee autoridad por sí misma, sino por Jesús y que, por consiguiente, su función es la de ser guía –preceptor o pedagogo, dice Pablo– hacia Cristo (Gal 3,24), quien, por medio de su Espíritu infundido en nuestros corazones, nos impulsa a la justicia mayor del amor.
Los rabinos fariseos y los doctores de la ley habían inculcado en la gente la idea de que el cumplimiento de la ley mediante la práctica de las buenas obras hacía justo al hombre y le aseguraba la salvación. Sobre esta interpretación, habían construido una moral rigorista, hecha de casuística sobre lo lícito y lo ilícito, lo puro y lo impuro, determinado por el cumplimiento o incumplimiento de los 350 preceptos en que sus rabinos habían pormenorizado la ley de Moisés.
Todo se volvía imprescindible para poder tener la seguridad de la salvación. Jesús echa por tierra esta moral y propone otra que brota del corazón, que se basa en una relación personal, amorosa y confiada con el Padre, y busca hacer su voluntad, tal como se nos expresa en sus preceptos divinos –que ningún principio de moralidad, por “perfecto” que sea puede eludir–  y, sobre todo, en el único y principal mandamiento que Él nos dejó: el del amor.
Obrando así, la práctica de la fe, que se define como seguimiento de Cristo, no lleva a sentirse agobiado y cansado por el peso de la ley, sino libre –como dice Pablo– para discernir en todo momento cuál es lo bueno, lo agradable a Dios y lo perfecto que se ha de buscar (Rom 12, 2).
El ejemplo de Jesús ilumina. Cumple la ley, como judío fiel que es y por su adhesión filial a la voluntad del Padre, pero no duda en mostrarse libre frente a la materialidad de la ley para dar paso a las exigencias perentorias del amor: como en el caso de los enfermos que cura en día sábado, infringiendo a los ojos de los fariseos y escribas el precepto del descanso sabático, o cuando libera a sus discípulos de las exigencias tradicionales de las purificaciones y de los ayunos.
En los versículos siguientes de este capítulo 5 de Mateo se verá a Jesús atribuyéndose una autoridad que sólo de Dios le podía venir: la de modificar el núcleo mismo de la ley, los mandamientos de Dios, para superar el literalismo legal y enseñar a sus discípulos una justicia más elevada, que brota del interior de la persona y se manifiesta más en una actitud y un estilo de vida, que en un cumplimiento mecánico de normas. 
Cuando Jesús dice: ¡No piensen que yo he venido a echar abajo la ley y los profetas! No he venido a echar abajo sino a dar cumplimiento, no propone un incremento cuantitativo de los preceptos de la Torá, sino una intensificación cualitativa –en términos de amor– que configura un estilo de vida ante Dios.

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