P. Carlos Cardó, SJ
Niña dormida, óleo sobre lienzo, Camilo
Minero (1957), Colección privada
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En aquel tiempo, Jesús dijo: "Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo les daré alivio. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga, ligera".
Esta
invitación que hace Jesús, ¡Vengan
a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré!,
se refiere en primer lugar a los judíos que se veían forzados a practicar una
religión convertida por los fariseos y doctores de la ley en una intrincada red
de reglamentaciones minuciosas de la ley mosaica, que sofocaba la libertad de
las conciencias y era muy difícil de cumplir (Cf. Mt 23,4).
Jesús se muestra como un maestro
muy diferente. La ley que enseña para el ordenamiento de las relaciones con
Dios y con el prójimo es un yugo suave y una carga ligera, porque es ante todo
la respuesta agradecida al amor de Dios que hace hijos e hijas a quienes creen
en Él, y quiere ser amado y respetado con libertad, no por obligación ni por
temor.
Además, la originalidad más
característica de Jesús como maestro es que no reduce su enseñanza a la
transmisión de normas y prohibiciones, sino que orienta a sus discípulos a una
adhesión a su persona y a su mensaje, que equivale a seguirlo e imitarlo. A
ello invita, no constriñe ni se impone. Ser discípulo suyo es entrar a una
comunidad de vida con Él y con sus discípulos, caracterizada por relaciones
mutuas de afecto y servicio, a través de las cuales, o al calor de las cuales,
el discípulo va asimilando la forma de ser del maestro, sobre todo su amor
misericordioso para con los pobres y los que sufren.
Por muchos motivos se puede pensar
que la práctica de la fe cristiana hoy está muy lejos de aquella religión de la
ley impuesta por el judaísmo fariseo. Pero no cabe duda que pervive aún como
mentalidad en personas que buscan la seguridad de contar con el favor de Dios
gracias al cumplimiento de lo que está mandado.
Se observa así la ley moral más por
el temor al castigo o la esperanza del premio, que por el amor y gratitud hacia
el Padre; pudiendo llegar incluso a un cumplimiento escrupuloso y rigorista de
los detalles de la ley, pero sin poner en ello el corazón, que es lo Dios
reclama.
Jesús llevó a la perfección y
condensó toda la moral en su único y principal mandamiento. Pues la Ley entera se resume en una frase:
Amarás al prójimo como a ti mismo (Gal
5,14). Una religión legalista es fatiga y opresión y se convierte en muerte
porque degenera en la hipocresía de hacer las cosas para ser visto, en la
vanagloria que lleva a juzgar a los demás, y en el orgullo de quien no puede
aceptar la salvación como un don, porque prefiere tener la seguridad de ganársela
con lo que hace.
El amor cristiano, en cambio, pone
a la ley en su lugar, de medio y no de fin, y mueve a curar a un enfermo aunque
esté prohibido hacerlo en día sábado, o a sentarse a la mesa con publicanos y
pecadores, aunque éste sea un comportamiento criticable. La nueva ley del amor ensancha
el corazón, alivia y descansa, es justicia nueva, que me hace confiar no en lo
que yo puedo hacer para santificarme, sino en lo que puede hacer en mí el amor
de Dios (1 Cor 5,10).
De esta certeza brota la inquebrantable confianza. Jesús nos la
asegura con sus palabras: Vengan, yo los aliviaré. Por eso San Claudio de la Colombière llegaba
a decir en su Acto de Confianza: “Dormiré y descansaré en paz… Que otros
esperen su felicidad de su riqueza o de sus talentos; que se apoyen sobre la
inocencia de sus vidas o sobre el rigor de sus penitencias, o sobre el número
de sus buenas obras, o sobre el fervor de sus oraciones. En cuanto a mí, Señor,
toda mi confianza es mi confianza misma. Porque tú, Señor, sólo tú, has
asegurado mi esperanza. En ti, Señor, esperé, y no quedaré defraudado. Y estoy
seguro de que esperaré siempre, porque espero igualmente esta invariable
esperanza”.
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