P. Carlos Cardó, SJ
Jesús con los niños, óleo sobre cobre
de Carl Bloch (1800), Museo Nacional de Historia en el Castillo de
Frederiksborg, Copenhague, Dinamarca
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: "El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que salve su vida la perderá y el que la pierda por mí, la salvará.Quien los recibe a ustedes me recibe a mí; y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado.El que recibe a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta; el que recibe a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo.Quien diere, aunque no sea más que un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, por ser discípulo mío, yo les aseguro que no perderá su recompensa".
Continúan las instrucciones que dio Jesús a sus apóstoles al
enviarlos a predicar. Son condiciones muy duras, que no dejan lugar a la
mediocridad. La adhesión a su persona ha de ser definitiva y total.
La primera viene precedida de una
declaración que hace Jesús de su propia misión: No piensen que he venido a traer la paz… sino la espada. Ha venido
al mundo como signo de contradicción: ante él la gente se siente llamada a
tomar posición por o contra él. Sus enseñanzas unen y dividen. La paz que él trae no es a cualquier precio.
Es una paz que enfrenta todas las formas del mal, pero con el arma de su
Palabra, que como espada de doble filo penetra
y deja al descubierto los pensamientos y las intenciones del corazón, lo que es
vida y lo que es muerte (cf Hebr 4,12).
Viene luego una alusión al Profeta
Miqueas (7,6) que refuerza la idea de que su persona puede dividir incluso a
los miembros de una familia. Es obvio que Jesús sabe que el amor a
la familia es un sagrado mandamiento de Dios (así lo afirma varias veces: 15, 3-6;
19, 19); sin embargo, es consciente también de que quien se decida a vivir
conforme a sus enseñanzas podrá experimentar un conflicto entre la lealtad que
le debe a él y la que debe a su familia; entonces tendrá que preferirlo a él.
Y esto no debía asombrar demasiado a los primeros cristianos pues
conocían las enseñanzas de los filósofos estoicos de su tiempo que afirmaban:
«el bien debe estimarse más que cualquier parentesco» (Epicteto). Lo que Jesús
afirma es que el vínculo de la fe ha de prevalecer sobre cualquier otro
vínculo, incluso el de parentesco. El vivir en radicalidad la fe puede acarrear
incomprensiones, críticas y rechazos aun de personas muy queridas, que no
comparten todos los valores del evangelio.
Un
eco de la fuerza con que el Dios celoso
del Antiguo Testamento exigía fidelidad (cf. Ex 20,5; 34,14; Dt 4,24), resuena en las palabras de Jesús. No se
le puede poner por debajo de nadie ni de nada. La adhesión a su persona ha de
estar por encima. Por tanto, se han de posponer otros bienes y valores, que
pueden seguir manteniendo su poder de atracción.
El
creyente sabe cuál es la prioridad y por eso su opción fundamental hace que el
“valor” Dios, sea el más importante, en torno al cual debe girar toda su vida,
y ante el cual todo ha de quedar relativizado. El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí, y
el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí…. El que
encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará.
No dice que dejemos de amar a nuestros seres queridos, padres,
hermanos, hijos... Lo que dice es que quien ama a su padre o a su madre más
que a él, no es digno de él. No se le
puede amar menos porque ya no sería el Señor, a quien se debe amar con todo el
corazón y por encima de todo. Y si se le puede amar así –por encima de todo- es
porque él nos amó primero (1 Jn 4, 19)
y se entregó a la muerte por mí (Gal 2,20).
A su pasión por mí, respondo con mi pasión por él. Así, Cristo viene a ser vida
para el creyente, lo más importante del mundo, más que la familia, más que la
propia vida.
Por lo demás, todos sabemos lo que puede ocurrir en las familias
cuando uno de sus miembros opta por un cristianismo más auténtico y cambia
visiblemente de conducta, o cuando uno siente la vocación a una mayor entrega
en la Iglesia, o asume un estilo de vida solidario que le lleva a encaminar su
vida profesional más a servir que a ganar dinero.
Más aún, el solo hecho de querer obrar
con rectitud y honestidad en medio de un país, de una sociedad marcada por la corrupción
de las costumbres, puede llevar al cristiano a la encrucijada de tener que
optar entre lo que le ofrecen los hombres –que pueden ser incluso personas muy
cercanas– y lo que pide Cristo.
En tales momentos el cristiano opta por Cristo y lo hace sin dejar
en absoluto de amar a los suyos, aun sabiendo que puede quedarse solo, y sólo
por la certeza interior de que, en definitiva, no puede haber oposición entre los
amores humanos y el amor a Dios. Este cristiano redescubre y engrandece el amor
que les tiene a sus seres queridos. Ha aprendido a amarlos en Dios y según Dios,
ha aprendido a amarlo todo en Dios y para Dios.
La exigencia de la cruz, final y resumen
de todo, incluye estar listo a dar la vida. No es amar a la cruz por sí
misma ni al dolor por el dolor, sino desear imitar y seguir a Jesús hasta donde
sea necesario, aun a riesgo de la propia vida. Una entrega así asegura el logro
más feliz de la persona antes y después de la muerte.
El texto termina con un elogio de todo aquel que acoge al que va
en nombre del Señor, al que es discípulo suyo, aunque sea un pobrecito. Hay una identificación entre
los enviados y Jesús que los envía, su ser y su actuar se continúan en ellos: el
que a ustedes recibe, a mí recibe, y el que me recibe a mí, recibe al que me ha
enviado (Mt 10,40; cf. Mt
25,31-46). El que dé de beber a
uno de estos pobrecitos porque es mi discípulo, no perderá su paga.
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