P. Carlos Cardó, SJ
Cristo y la tempestad en el lago de Galilea, óleo sobre lienzo de Rembrandt Harmenszoon van
Rijn (1633), colección privada
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En aquel tiempo, Jesús subió a una barca junto con sus discípulos. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan fuerte, que las olas cubrían la barca; pero Él estaba dormido. Los discípulos lo despertaron, diciéndole: "Señor, ¡sálvanos, que perecemos!".Él les respondió: "¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?" Entonces se levantó, dio una orden terminante a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma. Y aquellos hombres, maravillados, decían: "¿Quién es éste, a quien hasta los vientos y el mar obedecen?".
En el relato que hace Mateo de la
tempestad calmada se destaca primero la dimensión cristológica y luego la
eclesiológica del milagro. Y dado que la narración viene después de dos avisos
enérgicos de Jesús sobre las condiciones que exige su seguimiento (8, 18-22), se puede decir que la
travesía por un mar tempestuoso es como una representación plástica del
seguimiento de Jesús en una Iglesia que no estará exenta de pruebas, crisis y
dificultades. El primer versículo lo sugiere: Jesús subió a una barca y sus discípulos lo siguieron.
Ante todo se pone de relieve el
poder salvador de Jesús sobre las fuerzas del mal que amenazan la vida. Cristo
aparece como el señor de la naturaleza, que es capaz de “serenar el rugido de
los mares y el estruendo de sus olas”, “amansar las olas embravecidas” y
“reducir el temporal a suave brisa”, poder propio del Dios Altísimo que domina
todo lo creado (Cf. Sal 65,8; 89,10;
107,29). El relato de Mateo tiene, por tanto, un carácter teofánico. Es una
revelación del misterio de Jesús, verdadero Hijo de Dios, que deja estupefactos
a quienes todavía no tienen fe.
Viene luego el significado
eclesiológico del acontecimiento. Los discípulos siguen a Jesús y suben con Él
a la barca. Desde la antigüedad cristiana hasta hoy se interpreta el símbolo de
la barca como la nave de la Iglesia. Aquí, Mateo subraya la idea de una nave
frágil, que es amenazada por la tempestad. La comunidad a la que Mateo dirige
su evangelio necesita una palabra de aliento porque padece la cruel persecución
del judaísmo farisaico.
Pero trascendiendo dicha
circunstancia histórica, aparece claro que seguir a Jesús en la barca de la
Iglesia conlleva aceptar de antemano que la travesía no va a ser fácil. El mar
y el agua simbolizan en la Biblia el poder del mal y las tinieblas. El mar que
surca la nave de Cristo no siempre es apacible, sino agitado también por
tempestades, crisis y dificultades, en las que se pone a prueba la fe de los
discípulos.
Jesús, sin embargo, duerme
tranquilo, superior a todo, por encima de las vicisitudes del tiempo y de la
historia. Los discípulos fijan sus ojos en Él en busca de auxilio. ¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!
La barca agitada por las olas y
los discípulos atemorizados hacen ver que la Iglesia es una comunidad de
débiles y pecadores. Asistida de continuo por el Espíritu que no la abandona
nunca, sufre sin embargo la inseguridad propia de los humanos ante los peligros
de las persecuciones y también ante los cambios que le vienen impuestos o que juzga
necesario hacer.
En tales circunstancias, la
Iglesia se siente también llamada a examinarse y a reconocer sus deficiencias,
por las que el Señor le puede dirigir hoy el mismo reproche que hizo a sus
discípulos: ¿Por qué tienen miedo, hombres
de poca fe?
Las palabras de Jesús no causan
desaliento. Si la Iglesia las acoge, puede salir fortalecida de las pruebas. El
poder del Señor, actuante en ella, puede restablecer la paz. El Señor ordenó a los vientos y al mar y se
hizo una gran bonanza. Conviene advertir que la calma que aporta Jesús no
es sólo individual, como un consuelo privado, sino que es una experiencia de la
comunidad, que se ve fortalecida en su fe, esperanza y amor para cumplir sin
miedos la tarea evangélica.
El pasaje concluye de manera un
tanto abrupta por la aparición de unos hombres, que no son los discípulos, una
vez calmada la tempestad. Son personas que no saben quién es Jesús y se
preguntan sobre su origen. Los discípulos sí saben quién es y lo han invocado
como Señor. El evangelio no juzga a aquellos
ignorantes. Vienen a ser los que reciben la Palabra transmitida por la
comunidad y van de asombro en asombro, abriéndose al conocimiento del Señor.
Jesucristo
resucitado auxilia con su fuerza al que vacila en su fe. Las crisis y problemas
ponen a prueba la fe, pero son también oportunidades para reconocer la propia
necesidad de salvación y salir fortalecidos. El actuar con falta de visión y
sentir inseguridad y miedo es una experiencia propia del itinerario de la fe,
la viven las personas individuales y la Iglesia. Advertir la compañía del Señor
permite restablecer la paz –personal e institucional– con el predominio de la
recta razón que discierne y de la confianza que brota de la fe.
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