P. Carlos Cardó, SJ
Aparición de Jesús resucitado a
María Magdalena, óleo sobre tabla de Juan de Flandes (1496), Museo
Metropolitano de Nueva York
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El primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto".María se había quedado llorando junto al sepulcro de Jesús. Sin dejar de llorar, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo de Jesús, uno en la cabecera y el otro junto a los pies. Los ángeles le preguntaron: "¿Por qué estás llorando, mujer?". Ella les contestó: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo habrán puesto". Dicho esto, miró hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Entonces Él le dijo: "Mujer, ¿por qué estás llorando? ¿A quién buscas?". Ella, creyendo que era el jardinero, le respondió: "Señor, si tú te lo llevaste, dime dónde lo has puesto". Jesús le dijo: "¡María!". Ella se volvió y exclamó: "¡Rabbuní!", que en hebreo significa `maestro’. Jesús le dijo: "Déjame ya, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: ‘Subo a mi Padre y su Padre, a mi Dios y su Dios’ ".María Magdalena se fue a ver a los discípulos para decirles que había visto al Señor y para darles su mensaje.
María Magdalena busca afanosamente al Señor. Y es la primera a la
que Él busca. Muchos la ven como figura de la esposa que busca al Esposo, es
decir, la comunidad eclesial que busca a su Señor entre los signos. También
puede verse un paralelismo entre el discípulo amado y Magdalena: el discípulo
vio y creyó. Vio signos, no al Señor. Representa la fe que responde a la
cuestión de la tumba vacía. María en cambio escucha al Señor pronunciar su nombre,
y su fe, unida al amor, le hace posible ver al Señor. Por el amor la fe se
convierte en experiencia personal del Resucitado. A quien me ama el Padre le amará y yo también le amaré y me
manifestaré a él (14, 21).
El
domingo de madrugada María Magdalena había ido al sepulcro y había visto que la
piedra que lo cubría había sido removida. Volvió donde estaban los discípulos y
refirió el hecho. Pedro y el discípulo al que Jesús quería salieron corriendo.
María fue tras ellos. Ellos entraron al sepulcro, ella se quedó fuera, no tuvo valor. Paralizada por la fuerte tensión que
sentía, se quedó llorando.
Cuando
se fueron los discípulos, María Magdalena se
agachó para mirar en el sepulcro. Cobra valor para mirar en la profundidad
del vacío que le ha dejado la partida del Señor. No la acepta, busca
ansiosamente algo que clarifique lo que ha sucedido. Y el misterio comienza a iluminar
su vida.
Dos
ángeles, mensajeros de Dios, testigos de lo ocurrido, sentados en el lugar
donde había estado el cuerpo del Señor, uno en la cabecera y otro a los pies,
le preguntan: Mujer, ¿por qué lloras? La
respuesta de Magdalena: Se han llevado a
mi Señor y no sé dónde lo han puesto, expresa un hondo sentido de
pertenencia: mi Señor.
Cuando
se está vinculado tan profundamente a alguien que de pronto desaparece, ya no se
sabe cómo vivir sin Él. Sólo el encuentro le hará pasar del luto a la alegría.
Y es lo que los mensajeros le insinúan a Magdalena con su pregunta: Por qué. Tal vez la interpretación
negativa del sufrimiento esté errada; puede haber otra explicación, una
apertura positiva, un rayo de luz.
Y
la luz vino. Se volvió y vio a Jesús que
estaba allí, pero no lo reconoció. No puede entender todavía. El
reconocimiento es gradual. Tiene que calmarse y reconocer que los caminos del
Señor pueden ser otros. Entonces recordará quizá lo que Él ya les había dicho: No los dejaré huérfanos; volveré con
ustedes. El mundo ya no me verá; ustedes en cambio sí me verán (Jn 14, 19).
Entonces Jesús le dijo: ¡María! Pronunció
su nombre, con su voz familiar inconfundible, con el afecto de siempre. Todo lo que Jesús ha sido para ella se
concentra en esa sola palabra, su nombre. El Señor pronuncia nuestro nombre en
lo más íntimo de nosotros y lo pronuncia con amor. Llama a cada uno por su
nombre y eso les hace saber lo que son para Él, lo que cuentan para Él: Te he llamado por tu nombre y tú me
perteneces (Is 43,1). Porque tú
cuentas mucho para mí, eres valioso y yo te amo (Is 43,4).
Por
lo demás, Jesús resucitado mantiene el mismo comportamiento de amistad y
cercanía que ha tenido en todos sus encuentros (con Nicodemo, con la
Samaritana, con los enfermos, con los pobres). Interesado por lo que vive cada
uno, pregunta: ¿Qué buscan?, ¿Por qué
lloras? Toca el corazón y se reanima la fe que hace posible reconocer su
presencia.
¡Rabbubí!,
responde María Magdalena en arameo. Con mucho afecto lo define a Él como su
maestro y a ella como su discípula. Ha realizado el camino del discipulado, ha
pasado de la desconfianza a la confianza, de la incredulidad a la fe, de la
tristeza al gozo. Como Marta de Betania ella también reconoce en Jesús a la
resurrección y la vida y sabe que creer en Él es tener vida eterna (Jn 11,25).
El
encuentro con Él por la fe lleva ya el germen de nuestra feliz resurrección.
Ésta se actualiza en toda situación difícil y oscura que puede parecer sin
remedio, pero que vista a la luz de la fe puede revelar en sí misma la
presencia del Señor resucitado, vencedor de la muerte.
No me retengas,
continua Jesús... ve y di a mis hermanos
que voy a mi Padre y Padre de ustedes, a mi Dios y Dios de ustedes. Cumple
la promesa de ir a prepararnos un lugar.
Invita a pensar en lo que nos aguarda. Esta espera traza la perspectiva fundamental
de nuestra orientación en la vida, su sentido y su meta.
María Magdalena fue corriendo
donde estaban los discípulos y les anunció.
Se torna anunciadora, pregonera de la resurrección, apóstol, figura y modelo de
discípulo de Jesucristo.
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