viernes, 28 de julio de 2017

La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-45)

P. Carlos Cardó, SJ
La visitación, óleo sobre lienzo de Rembrandt van Rijn (1640), Instituto de Artes de Detroit, 
Estados Unidos
En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea y, entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno. Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y levantando la voz, exclamó: "¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor".Entonces dijo María: "Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Santo es su nombre, y su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen. Ha hecho sentir el poder de su brazo: dispersó a los de corazón altanero, destronó a los potentados y exaltó a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió sin nada.Acordándose de su misericordia, vino en ayuda de Israel, su siervo, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia, para siempre".María permaneció con Isabel unos tres meses, y luego regresó a su casa.
Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Es el fin de una larga espera de dos mil años: Dios se demuestra fiel a su promesa. María viene a Isabel llevando en su seno al Eterno, al esperado de las naciones. Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.
En el pasaje aparecen también las dos actitudes que hacen a María figura y madre de la Iglesia: su servicio y su fe. María “va de prisa”, movida por la caridad, para ayudar a Isabel, que se encuentra en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, el anuncio de la salvación: “Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo”.
“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Con este saludo, Bendita entre las mujeres”, Israel honraba a las grandes mujeres de su historia: a Yael y a Judit (cf. Jueces, c. 4, y Judit, c.13), que vencieron al enemigo de su pueblo. María vence al enemigo de la humanidad. Lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente (Génesis, cap. 3). En María la creación se torna bendición y vida.
En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído!”. Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: “¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento¡”. “Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función que cumple dentro del plan de salvación. “Porque, si la maternidad de María es causa de su felicidad, la fe es causa de su maternidad divina” (Teilhard de Chardin).
Se valora el testimonio de una mujer creyente, “modelo”, “referente” para hombres y mujeres. María es la creyente, que escucha la palabra de Dios y la cumple. Por eso, la llena de gracia, Madre del Salvador, es también Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.
Después de oír el saludo de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, fijó luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entonó un canto de alabanza.
Celebra todo mi ser la grandeza del Señor. María es consciente de que todo su ser, su yo personal (“alma” y “espíritu”) es un don de Dios y a él lo devuelve en su alabanza. Ella es consciente de que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en ella al darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador. Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, el poder y la misericordia de Dios -el santo, el todopoderoso, el misericordioso-.
El Magnificat de María se sitúa en línea con la corriente espiritual de los salmos. Es un himno personal y a la vez universal, cósmico. En él canta la humanidad y la creación entera que ve la fidelidad del amor de Dios. Es el cántico nuevo que entona la criatura, hecha nueva por la muerte de Cristo y por la efusión del Espíritu Santo.
El Magnificat es una síntesis de la historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y de los humildes, a quienes se les revela el misterio del Reino y sienten a Dios a su favor. Con el pueblo fiel de Israel, en la línea de los grandes profetas, María no duda en alabar a Dios por sus preferencias, porque “dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos”.
La Iglesia invita a rezar todas las tardes el cántico de María como el reconocimiento de que Dios cumple su promesa y llena nuestra vida de sus gracias.
NOTA: Este evangelio y su comentario fue publicado en 31 de mayo.


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