P. Carlos Cardó, SJ
¡Oh Jerusalén!, óleo sobre lienzo de Greg Olsen (2012), Templo de
Provo, Utah, Estados Unidos
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En aquel tiempo, Jesús exclamó: "¡Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien. El Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar".
Este
trozo del evangelio de San Mateo es uno de los textos fundamentales del Nuevo
Testamento. Se le conoce como el grito de júbilo de Jesús (11,25-27) y hay
quienes afirman que estos versículos son quizá los más importantes de los evangelios
Sinópticos.
El texto hace referencia a una típica
oración de Jesús. Lo central en ella
es el apelativo Abba, Padre, con que Jesús se dirige a Dios.
Expresa afecto, cariño, intimidad, y deja ver que Jesús se entiende a sí mismo
en relación de hijo a padre con Dios. Es palabra aramea, tierna y primordial
para quien la pronuncia y para quien la escucha; el niño (y también el adulto)
la dice por el gozo y confianza que la presencia de su padre le causa.
Con
ella Jesús designa el misterio insondable de Dios con la máxima cercanía que
nadie antes había imaginado. Así lo siente y así lo ha integrado en su
autoconciencia. Y como se trata de la experiencia afectiva más básica y
profunda de un ser humano, se puede decir que la palabra Abba no se
refiere al padre poniendo de lado a la madre (como opuesta o inferior a él)
sino a un padre que ama con amor maternal, como aquel que más cerca está del
niño por su afecto.
La
palabra Abba dirigida a Dios es central en la fe cristiana. Dios es para
nosotros ternura de máxima intimidad, sin dejar por ello de ser al mismo tiempo
el Dios altísimo, Señor del cielo y de la tierra. Dios es más íntimo a mí que
yo mismo y a la vez totalmente otro, misericordioso y
justo, padre y madre.
Jesús
reconoce que su Padre tiene una voluntad que debe cumplirse. Consiste en el
establecimiento de su reinado, que ya ha comenzado pero todavía no ha llegado a
plenitud en su relación con nosotros y con la realidad del mundo. Lo podemos
ver en la acción de quienes se dejan conducir por la fuerza del Espíritu de
Jesús, y es el objeto de nuestra esperanza, pues culminará al final de los
tiempos cuando Dios sea todo en todos.
La
revelación de su ser Padre y la venida de su reino, Dios las ofrece como un don
(gracia). La reciben los pequeños y los pobres, los de corazón sencillo y los
humildes, pero permanece oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Los
pequeños y los pobres de espíritu son los que viven del deseo de la ternura de
Dios, anhelan que se vuelva a ellos y los salve. Los sabios y entendidos, en
cambio, no esperan más que lo que ellos son capaces de producir, no reconocen
su necesidad de reconciliarse, se quedan llenos de sí mismos pero no de Dios.
Jesús
se alegra de que el amor del Padre se haya revelado ya y todo aquel que lo
acoge alcanza el poder de realizarse plenamente como hijo o hija de Dios. Dios ha querido hacernos hijos suyos (Ef 1, 5), así nos ha amado (1 Jn 3,1), y esta condición nuestra la
vivimos por el Espíritu que nos hace llamar Abba
a Dios. Este Espíritu, dice también San Pablo, viene en ayuda de nuestra debilidad, pues no sabemos orar como es
debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos
inexpresables (Rom 8, 26).
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