P.
Carlos Cardó, SJ
Sanación
del joven endemoniado, ilustración de William Brassey Hole en La Vida de Jesús
el Nazareno (1906)
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En aquel tiempo, cuando Jesús desembarcó en la otra orilla del lago, en tierra de los gadarenos, dos endemoniados salieron de entre los sepulcros y fueron a su encuentro. Eran tan feroces, que nadie se atrevía a pasar por aquel camino. Los endemoniados le gritaron a Jesús: “¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Acaso has venido hasta aquí para atormentarnos antes del tiempo señalado?”.No lejos de ahí había una numerosa piara de cerdos que estaban comiendo. Los demonios le suplicaron a Jesús: “Si vienes a echarnos fuera, mándanos entrar en esos cerdos”. Él les respondió: “Está bien”.Entonces los demonios salieron de los hombres, se metieron en los cerdos y toda la piara se precipitó en el lago por un despeñadero y los cerdos se ahogaron.Los que cuidaban los cerdos huyeron hacia la ciudad a dar parte de todos aquellos acontecimientos y de lo sucedido a los endemoniados. Entonces salió toda la gente de la ciudad al encuentro de Jesús, y al verlo, le suplicaron que se fuera de su territorio.
La narración de Mateo resulta muy reducida en comparación con el
texto más antiguo de Marcos (20 versículos, frente a 7 de Mateo). No hay en
ella detalles descriptivos de la curación, ni de lo que ocurrió después. Todo
se centra en la persona de Jesús. El endemoniado de Gerasa del texto de Marcos
se convierte en dos endemoniados de Gadara, según Mateo. La región es la misma,
la Decápolis, en Transjordania, territorio de paganos en el que no se conoce a
Dios y el mal actúa libremente. Y la intención es la misma: demostrar que
también allí la acción salvadora triunfa. Jesús destruye de raíz el mal y
disipa nuestros miedos porque ha vencido al príncipe de este mundo, que tenía
el poder de la muerte.
En muchas
culturas antiguas ciertas enfermedades orgánicas o mentales, que impresionan
por la forma estremecedora con que perturban al paciente, se atribuían a
influjos diabólicos. La creencia en la presencia y actuación masiva de
espíritus y demonios formaba parte de la cultura de muchos pueblos.
En la Biblia,
y en los evangelios en particular, los endemoniados
eran personas que padecían la acción del espíritu adversario, mentiroso y
creador de división. Sus víctimas quedaban escindidas, separadas de su yo auténtico,
agresivas hasta dar miedo, como dejadas de la mano de Dios, sin que nadie
pudiera hacer nada para liberarlas.
En el fondo de
estas creencias, sin embargo, había un contenido de verdad innegable: la
enfermedad es algo que Dios no puede querer porque trastorna el orden de su
creación y daña a sus criaturas. Además, la teología subyacente a este tipo de
relatos evangélicos resalta el hecho de que diversas curaciones realizadas por Jesús
manifestaban a los ojos de la fe el poder salvador de Dios que vence a Satán,
rompe las cadenas de la gente, le quita poder determinante al mal sobre la
existencia humana y abre para todos nuevas posibilidades de vida. Jesús mismo
hacía ver que esas acciones eran signos del triunfo del amor salvador de Dios: Si expulso los demonios con el dedo de Dios,
es que el reino de Dios ha llegado a ustedes” (Mt 12,28; Lc 11,20).
Jesús vino a
exorcizar este mundo en el que el mal y el pecado actúan a veces en grados
tales que pueden parecer invencibles y llenar el ánimo de la gente de pesimismo
o de resignación fatalista. La posesión diabólica significa una existencia
humana agredida hasta el riesgo de ser destruida, echada a perder, sin futuro,
como sometida a poderes malignos que pueden conducirla a la muerte y a la
perdición. Pues bien, del temor a esos poderes ha venido Jesús a liberarnos.
Más aún, aunque
la acción de los espíritus diabólicos, cuyos síntomas –como puede verse en el
pasaje del exorcismo del niño en Mateo 17, 14-27– podrían hacer pensar hoy en
epilepsia o alguna enfermedad psiquiátrica, no dejan de ser un signo
especialmente sugerente, una llamada de atención a nuestra sociedad frente a realidades
de este mundo a las que los hombres se someten hasta ofrecerles sacrificios inimaginables
y quedar «poseídos» por ellas, enfrentados a Dios, a los demás, a la
naturaleza, y a sí mismos.
Esas
realidades son los demonios hostiles a Dios, los «ídolos» o «poderes y
potestades» (1Cor 8,5; 15,24), de que
nos habla el Nuevo Testamento.
¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Hijo de Dios?,
preguntan los demonios. Nada,
absolutamente nada tienen en común. Y así tiene que ser también para nosotros: no
hay lugar para componendas porque podemos caer en el engaño. El espíritu del
mal tienta con falacias y razones aparentes sobre la verdadera seguridad, eficacia,
éxito y felicidad. Un no decidido y
cortante es la mejor forma de enfrentarlo. ¿Has
venido a atormentarnos antes de tiempo?, dirá también el mal espíritu, como
si ahora no fuese el tiempo de enfrentarlo y fuese mejor posponer la lucha o la
determinación que debes tomar. En tiempos de Jesús se
creía que la victoria definitiva sobre el mal sólo se produciría al final de
los tiempos; pero con la presencia de Cristo el tiempo se ha cumplido, hoy es el
tiempo de la salvación. Ahora puede actuar en nosotros la gracia que libera.
Finalmente no
hay que olvidar que estas acciones de Jesús se nos confían. A sus discípulos,
núcleo germinal de su Iglesia, les dio
poder (autoridad) sobre los espíritus
inmundos para expulsarlos y para sanar toda enfermedad y dolencia (Mt 10,1).
Como miembros de la Iglesia, a todos nos toca la misión de exorcizar espíritus que despersonalizan. Quien
experimenta la salvación no puede sino despertar en otros la experiencia de ser
salvado.
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