P. Carlos Cardó SJ
El
juez y la viuda, ilustración de autor anónimo, publicada por Pacific Press
Publishing Company (1900)
En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:
«Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: "Hazme justicia frente a mi adversario"; por algún tiempo se negó, pero después se dijo: "Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara"».
El Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?, ¿o dejará que esperen? Les digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra? ».
A veces nos preguntamos por qué Dios no escucha nuestras oraciones
y no interviene para resolver nuestros problemas o cambiar nuestra suerte. La parábola
del juez y la viuda hace ver la eficacia de la oración que alimenta la
confianza del creyente.
Esta parábola es similar a la del hombre que va a medianoche a
casa de su amigo para pedirle tres panes, porque le ha llegado un huésped y no
tiene con qué atenderlo. (Lc 11,5-8).
Si el dueño de casa no se levanta a dárselos por ser su amigo, lo hará al menos
para que no siga molestando. Asimismo, en el presente texto, el juez inicuo que
hacía oídos sordos a las súplicas de la pobre viuda, le hará justicia al menos
para que no vuelva a buscarlo. Con ambas parábolas Jesús inculca la necesidad
de orar siempre con confianza y perseverancia (Flp 1,4; Rom 1,10; Col 1,3; 2 Tes 1,11).
Un dato significativo es que se trata de una viuda, que en la
Biblia representa el estamento más desamparado de la sociedad (Ex 22,21-24; Is 1,17.23; Jr 7,6). En
este caso, la viuda, sin esposo ni hijos que la defiendan, enfrenta a un
enemigo. La pobre no puede hacer otra cosa que suplicar con insistencia que se
le haga justicia. La parábola concluye: si un juez inmoral termina por atender
a la viuda, ¿qué no hará Dios por sus hijos e hijas que claman a Él día y noche? (Dt 10,17-18; Eclo 35,12-18).
La parábola no puede ser interpretada como una invitación a la
pasividad. La viuda pone todo de su parte para resolver su problema, insiste
hasta la saciedad ante el juez, reclamándole justicia. Por consiguiente, la fe
y la oración no consisten en endosarle a Dios lo que corresponde a la propia
responsabilidad y esfuerzo. La fe y la oración no nos eximen de tener que poner
los medios a nuestro alcance para solucionar nuestras necesidades; tampoco nos
retiran del mundo que debemos procurar transformar.
La fe y la oración nos llevan a enfrentar los problemas, a poner
solidariamente nuestros talentos al servicio del prójimo que nos necesita y al
servicio de la sociedad, a leer desde el evangelio nuestra realidad y a
inspirar nuestras acciones con los criterios y valores del reino proclamado por
Jesús. Oración y esfuerzo personal son inseparables y se determinan por entero
a la consecución de su objetivo: ver a Dios en todo y verlo todo en Dios, vivir
unido a Él en el propio interior, en las relaciones con los demás y en la
actuación y trabajo.
De este modo, la fe es el fundamento de la oración y la oración
robustece la fe. Por eso el creyente sabe que, después de haber puesto todo lo
que está de su parte para hallar solución a los problemas, como si todo dependiera
de él, debe abandonarlo todo en manos de Aquel que ve finalmente lo que más nos
conviene y hará mucho más que lo que nuestras débiles fuerzas pueden lograr.
Leyendo páginas bíblicas como ésta se puede ver que Dios no es un
omnipotente impasible, sino un ser que se inclina y hace suya la suerte de sus
hijos e hijas que levantan los ojos a Él esperando su misericordia (cf. Salmo 122). Dios escucha sus súplicas.
Por eso el pasaje que comentamos se cierra con esta frase lapidaria de Jesús: ¿Dios no hará justicia a sus elegidos que le
gritan día y noche? ¿Los hará esperar? Les digo que les hará justicia sin
tardar (Lc 18,7).
El cristiano, consciente de la compañía y providencia de Dios, no
debe desfallecer sino insistir en la oración, pidiendo fuerza para perseverar.
Sólo la oración lo mantendrá firme en la esperanza.
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