P. Carlos Cardó SJ
“Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria rodeado de todos sus ángeles, se sentará en el trono de Gloria, que es suyo. Todas las naciones serán llevadas a su presencia, y separará a unos de otros, al igual que el pastor separa las ovejas de los chivos. Colocará a las ovejas a su derecha y a los chivos a su izquierda.
Entonces el Rey dirá a los que están a su derecha: «Vengan, benditos de mi Padre, y tomen posesión del reino que ha sido preparado para ustedes desde el principio del mundo. Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer; tuve sed y ustedes me dieron de beber. Fui forastero y ustedes me recibieron en su casa. Anduve sin ropas y me vistieron. Estuve enfermo y fueron a visitarme. Estuve en la cárcel y me fueron a ver».
Entonces los justos dirán: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero y te recibimos, o sin ropa y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y te fuimos a ver? ».
El Rey responderá: «En verdad les digo que, cuando lo hicieron con alguno de los más pequeños de estos mis hermanos, me lo hicieron a mí».
Dirá después a los que estén a la izquierda: «¡Malditos, aléjense de mí y vayan al fuego eterno, que ha sido preparado para el diablo y para sus ángeles! Porque tuve hambre y ustedes no me dieron de comer; tuve sed y no me dieron de beber; era forastero y no me recibieron en su casa; estaba sin ropa y no me vistieron; estuve enfermo y encarcelado y no me visitaron».
Estos preguntarán también: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, desnudo o forastero, enfermo o encarcelado, y no te ayudamos?».
El Rey les responderá: «En verdad les digo: siempre que no lo hicieron con alguno de estos más pequeños, ustedes dejaron de hacérmelo a mí».
Y éstos irán a un suplicio eterno, y los buenos a la vida eterna”.
Jesús
ofrece una representación del juicio final mediante una parábola que gira en
torno a la antítesis: “vengan-apártense”; “benditos-malditos”; “me dieron-no me
dieron”. La separación que se hace es semejante a la del trigo y la cizaña, (Lc 13,24ss) o la de
los peces malos y los peces buenos (Lc
13, 47ss). Lo decisivo para ser acogido o rechazado es haber
socorrido o no a mis hermanos más
pequeños. Éstos están agrupados de dos en dos, conforme a tres necesidades de
la vida humana: la alimentación, la inserción social y la libertad.
El
hambre
y la sed, si no se satisfacen, hacen que la vida no
subsista, sobreviene la muerte. El vestido y la patria hacen
posible la inserción social, pues la persona que no tiene un vestido digno se
siente incómoda, rechazada. Y el forastero, forzado a vivir fuera de su patria,
se siente un ser extraño. La enfermedad y la cárcel, en fin, atormentan
al espíritu con la incomunicación, el aislamiento y la soledad.
Tanto
los de la derecha como los de la izquierda se asombran de lo que les dice el rey
y preguntan: ¿cuándo te vimos hambriento...? El rey responde afirmando su presencia en los
necesitados: a mí me lo hicieron. La
presencia de Cristo, misteriosa —de incógnito— pero real, en los pequeños de
este mundo, da a nuestros encuentros con ellos un valor trascendente, eterno.
Tratar de reconocer, amar y servir al Señor en ‘estos pequeños’: de
esta actitud depende el valor de nuestra vida, su radical realización o su
radical fracaso. Por eso el juicio que hará de nosotros Cristo es el mismo juicio
que hacemos ahora de los pobres y pequeños. Así, somos nosotros propiamente quienes
lo juzgamos: al acogerlo o rechazarlo en los hambrientos y sedientos, en los
desnudos y forasteros, en los enfermos y en los encarcelados.
El juicio no será más que la constatación de lo que hacemos. Al
final quedará al descubierto lo que libremente vamos haciendo con nuestra vida.
Jesús nos lo advierte con la parábola del juicio para que abramos los ojos y
nos hagamos conscientes de lo que hacemos o dejamos de hacer hoy.
“¡El pobre es Cristo!”, solía decir San Alberto Hurtado. Con ello
ponía énfasis a esta verdad del evangelio: en el pobre siempre está Cristo. Así,
el mandamiento del amor a los pequeños de este mundo constituye el fundamento
más firme y universal del obrar humano que conduce a la unión de todos los
seres humanos, por encima de las diferencias.
Con este mandamiento, Jesús establece un criterio de acción que va
más allá de todos los cuadros religiosos y propuestas ideológicas. Y es un
mandamiento evidente para todos. El amor a los necesitados expresa, en un
lenguaje universal que todos comprenden, un mensaje que dice no sólo una verdad
sobre la persona humana sino una verdad sobre el misterio mismo de Dios. Además,
el amor al pobre es el que más manifiesta el modo como Dios ama, pues su amor incondicional,
sanante y liberador muestra toda su eficacia cuando levanta del polvo al desvalido (1 Sam 2, 8; Sal 113, 7) y a
los hambrientos los colma de bienes (Lc 1, 53).
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