P. Carlos Cardó SJ
Un abogado en
su oficina, óleo sobre lienzo de Marinus Van Reymerswale (1542), Antigua
Pinacoteca de Munich, Alemania
Jesús dijo a sus discípulos: «Había un hombre rico que tenía un administrador, y le vinieron a decir que estaba malgastando sus bienes. Lo mandó llamar y le dijo: «¿Qué oigo decir de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no continuarás en ese cargo». El administrador se dijo: «¿Qué voy a hacer ahora que mi patrón me despide de mi empleo? Para trabajar la tierra no tengo fuerzas, y pedir limosna me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me quiten el cargo, tenga gente que me reciba en su casa». Llamó uno por uno a los que tenían deudas con su patrón, y dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi patrón?» Le contestó: «Cien barriles de aceite». Le dijo el administrador: «Toma tu recibo, siéntate y escribe en seguida cincuenta». Después dijo a otro: «Y tú, ¿cuánto le debes?». Contestó: «Cuatrocientos quintales de trigo». Entonces le dijo: «Toma tu recibo y escribe trescientos». El patrón admiró la manera tan inteligente de actuar de ese administrador que lo estafaba. Pues es cierto que los ciudadanos de este mundo sacan más provecho de sus relaciones sociales que los hijos de la luz.
La parábola del administrador sagaz
desconcierta, parece oscura: se podría pensar que Jesús alaba la actuación de
un empleado que, al perder su puesto de trabajo por su mala administración, busca
quien lo auxilie cuando se quede sin recursos, pero lo hace en una forma
desaconsejable desde el punto de vista ético. Hay que recordar que las
parábolas se entienden cuando se distingue su contenido central y se aprecia el
sentido que Jesús (y, en este caso, la comunidad de Lucas) pretendió dar a sus
palabras.
Se acusa al administrador de malgastar los bienes de su patrón.
Pero no se dice, en concreto, si esta mala administración es por negligencia,
por estafa, o por imprudencia. Por eso
algunos comentaristas suponen que ha sido un «desaprensivo», es decir, ha
actuado sin atenerse a las reglas
o sin tener en cuenta los derechos de los demás. El hecho es
que el administrador no se defiende ni ruega al propietario que lo perdone y lo
mantenga en su puesto (cf. Mt 18,26).
Se sabe que, en la Palestina del tiempo de Jesús y en general en
Medio Oriente, era común que un terrateniente residiera en otra región y encomendara
a un administrador la gerencia de sus propiedades. El administrador debía ser un
hombre competente y de confianza porque representaba al propietario y podía
realizar toda clase de transacciones, como alquilar tierras, dar créditos avalados
por las cosechas, fijar los intereses y aun liquidar deudas. Se sabe también
que el administrador recibía una comisión por los préstamos que hacía y que en
el recibo o aval fiduciario que entregaba al deudor figuraba su comisión junto
con el monto del préstamo y los intereses. Esa práctica era habitual en el
antiguo Medio Oriente.
¿Por qué alaba el propietario al administrador? Es obvio que no
podía aprobar una falsificación de cuentas realizada por su gerente, lo cual
además implicaba una violación directa de la ley judía. Lo que el dueño elogia
es la sagacidad de su administrador, que, para congraciarse con los deudores
les hace escribir un nuevo «recibo» (poniendo en vez de cien barriles de aceite
el valor de cincuenta y en vez de cien sacos de trigo sólo ochenta), eliminando
así la comisión que solía cobrar y probablemente también los intereses, que él mismo
fijaba. Así su conducta mereció la alabanza de su jefe.
La aplicación de la parábola es clara: frente a las exigencias del
Reino de Dios, el cristiano no puede actuar irreflexivamente, sino que tiene que
calcular bien las consecuencias que le puede acarrear la vida que está llevando,
y estar dispuesto incluso a renunciar, si es preciso, a sus posesiones
materiales. Los hijos de este mundo son
más sagaces que los hijos de la luz, dice Jesús. Aquellos persiguen
objetivos bajos y rastreros; los cristianos tendemos a una meta mucho más
elevada: el Reino, su justicia, la salvación; pero con frecuencia no ponemos
todos los medios adecuados para ello.
El poner los medios adecuados tiene especial importancia en lo
referente a la administración de los bienes materiales: desde el punto de vista
evangélico son dones recibidos, que se han de distribuir y no acumular
únicamente para el propio provecho, porque eso es egoísmo e injusticia. El
mundo no se rige con criterios así. Lucas, el evangelista de los pobres, lo
sabe y observa, además, que quienes oyeron esta enseñanza la rechazaron: estaban
oyendo estas cosas unos fariseos, amantes de las riquezas, y se burlaban de él (v.14). No entendieron el
mensaje de Jesús. Los que siguen al mundo tienen como único interés el propio
lucro, y la propia satisfacción. Los que siguen a Cristo han de proceder con
otros criterios, según los cuales se ganarán amigos por poner los bienes de
este mundo al servicio de los demás.
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