jueves, 5 de noviembre de 2020

Misericordiosos como el Padre (Lc 15, 1-10)

P. Carlos Cardó SJ

El buen pastor, mosaico del autor anónimo (primera mitad del siglo V), Mausoleo de Gala Placidia, Rávena, Italia

Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírlo, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Éste recibe a los pecadores y come con ellos. Entonces él les refirió esta parábola, diciendo: «¿Qué hombre de vosotros, si tiene cien ovejas y se le pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la que se perdió, hasta encontrarla? Cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros, gozoso, y al llegar a casa reúne a sus amigos y vecinos, y les dice: “Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido.” Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento».

El cap. 15 de Lucas contiene las parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo perdido”. Las tres parábolas: la oveja perdida (vv. 4-7), la moneda extraviada (8-10) y el hijo pródigo (11-32), son tan características de la figura de Jesús, tal como la ofrece Lucas, que algunos llaman a esta parte de su narración «el corazón del tercer Evangelio», que es «el Evangelio de los marginados», porque muestra la misericordia de Dios para con los que sufren rechazo, exclusión e incluso condena, por parte de sus semejantes.

El tono de estas parábolas es de confrontación. Jesús emplea las tres parábolas para justificar y convalidar su comportamiento frente a las críticas que le hacen y, sobre todo, para transmitir la imagen de un Dios que, por ser padre, no quiere que ninguno de sus hijos se pierda y muestra una predilección especial por el perdido. Dios es así, viene a decir Jesús, y por eso yo hago bien en actuar como actúo. «El Hijo del hombre ha venido buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10).

El símbolo del Buen Pastor nos lleva a lo que es más nuclear en la persona de Jesús: su amor por los demás. Jesús supo amar de verdad y siempre. El amor no fue en Él una actitud coyuntural, sino permanente. Reveló en sus gestos y modo de relacionarse con los demás, el mismo amor con el que Dios-Padre ama a todos los hombres y mujeres del mundo. La parábola nos llama a hacer nuestros los sentimientos de su corazón y a obrar con su mismo amor.

La parábola de la mujer que ha perdido una moneda y se pone a buscarla con esmero hasta encontrarla, reproduce la misma enseñanza: Así es Dios; se esmera por encontrar a los perdidos, pues le pertenecen, y se alegra de recobrarlos. La defensa de Jesús es clara: si la mayor alegría de Dios consiste en acoger al pecador y hacerle sentir su perdón, por eso hago bien yo en buscar a los que necesitan ayuda, comprensión, misericordia.

En ambas parábolas se subraya el verbo convocar para celebrar y hacer fiesta: El pastor reúne a sus amigos, la mujer a sus amigas y vecinos. Resalta la alegría que sienten por haber encontrado lo que estaba perdido. La alegría del cielo.

Las parábolas de la misericordia ejemplifican el mandato de Jesús: Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso (Lc 6, 36). Asimismo, son una llamada a hacer lo mismo que hizo Jesús, ser compasivo y misericordioso. Leídas en perspectiva eclesial, recuerdan a la comunidad de los discípulos que tiene el deber de hacer visible el estilo de Dios como Jesús lo manifestó y puso en práctica. Todos, por tanto, han de sentirse pecadores buscados y tocados por la misericordia del Padre y, por ello mismo, deben estar atentos a los de fuera, a los que se han ido y pueden perderse.

Es lo que el Papa Francisco no pierde ocasión para advertir: que la Iglesia no puede estar cerrada en sí misma, preocupada únicamente de su propia autoconservación, sino que ha de estar siempre “en salida”, mantener el espíritu de la misión, dar prioridad a curar heridas y sanar corazones, porque “la enfermedad típica de la Iglesia es mirarse a sí misma”.

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