P. Carlos Cardó SJ
Se acercaron a Jesús algunos saduceos. Esta gente niega que haya resurrección, y por eso le plantearon esta cuestión: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si un hombre tiene esposa y muere sin dejar hijos, el hermano del difunto debe tomar a la viuda para darle un hijo, que tomará la sucesión del difunto. Había, pues, siete hermanos. Se casó el primero y murió sin tener hijos. El segundo y el tercero se casaron después con la viuda. Y así los siete, pues todos murieron sin dejar hijos. Finalmente murió también la mujer. Si hay resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa esta mujer, puesto que los siete la tuvieron?».
Jesús les respondió: «Los de este mundo se casan, hombres y mujeres, pero los que sean juzgados dignos de entrar en el otro mundo y de resucitar de entre los muertos, ya no toman marido ni esposa. Además ya no pueden morir, sino que son como ángeles. Son también hijos de Dios, por haber nacido de la resurrección. En cuanto a saber si los muertos resucitan, el mismo Moisés lo dio a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor: Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob. El no es Dios de muertos, sino de vivos, y todos viven por él».
Intervinieron algunos maestros de la Ley, y le dijeron: «Maestro, has hablado bien.» Pero en adelante no se atrevieron a hacerle más preguntas.
Unos saduceos plantearon a Jesús una pregunta teórica y capciosa sobre la resurrección. Los saduceos eran el partido de los terratenientes y comerciantes que se habían apoderado del sacerdocio para enriquecerse con los impuestos que los judíos pagaban para el templo y con la venta de animales para los sacrificios. Los fariseos, sus más inflexibles rivales, los criticaban por su inmoralidad y porque negaban la resurrección de los muertos.
Lo que pretenden los saduceos que se presentan ante Jesús es ridiculizar la fe en la resurrección, planteando un caso hipotético y extremado. Aluden a la ley del levirato, que dio Moisés para garantizar la descendencia de todo varón. Esta ley correspondía al sueño de todo judío de ver nacer al Mesías entre sus hijos o los hijos de sus hijos. Y esto interesaba incluso a quienes no esperaban nada después de la muerte, sino sólo dejar descendencia en este mundo.
Jesús responde, primero, declarando que la fe en la resurrección
no es absurda: lo que no tiene sentido es querer asegurar la propia pervivencia
casándose y teniendo hijos, porque la vida humana no acaba con la muerte. Cuando
los muertos resuciten no tendrán necesidad de casarse. A continuación afirma que
en la vida eterna los seres humanos serán
como ángeles.
Esta comparación tiene mucho contenido. Los ángeles son llamados
“hijos de Dios” (Job 1,6; 2,1), porque
reflejan su esplendor y su fuerza; nosotros también somos hijos e hijas de Dios
y en la vida eterna alcanzaremos la plenitud de la filiación divina. Los
ángeles son seres espirituales; nosotros por la resurrección tendremos un
“cuerpo espiritual” como dice san Pablo (1
Cor 15,42). Los ángeles son “anunciadores” de la palabra de Dios; los creyentes
somos testigos de la resurrección. Ellos son servidores y custodios; nosotros podemos
serlo.
Después de esto, Jesús hace ver que la resurrección estaba ya contenida
implícitamente en el episodio de la zarza ardiente, en la que Dios se revela a
Moisés como Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cf. Ex 3, 6). Si es Dios de ellos y ellos están muertos, quiere decir
que resucitarán, pues de lo contrario no sería Dios de vivos sino de muertos,
lo cual es absurdo. La fidelidad de Dios a los patriarcas y a su pueblo va más
allá de la muerte.
Israel llegó progresivamente a la fe en la resurrección, no a partir
de reflexiones sobre la inmortalidad, sino por la experiencia del amor fiel de
Dios que va más allá de la muerte. Esta revelación, fundada en el Pentateuco,
se desarrolló con los profetas y los libros sapienciales. La resurrección es la
acción que permite reconocer a Dios: Esto
dice el Señor: Yo abriré sus tumbas, los sacaré de ellas, pueblo mío, y los
llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra sus tumbas y los saque de ellas,
reconocerán que yo soy el Señor. Infundiré en ustedes mi espíritu y vivirán
(Ez 37,13ss).
Para los cristianos, la fe tiene su inicio en la resurrección de
Jesús. Porque, si Cristo no resucitó, la fe
de ustedes no tiene sentido y siguen aún sumidos en sus pecados (1 Cor
15,17). La resurrección consiste en estar
siempre con el Señor (1 Tes 4,17). Esa es la vida eterna que vivimos ya
ahora por el don del Espíritu. Por eso dice Pablo: ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí (Gal
2,20).
Esta fe promueve en nosotros el compromiso de ser testigos de la resurrección (Hech 1,22).
Para ello es fundamental analizar la incidencia práctica que la fe en la
resurrección ejerce en nuestro modo ordinario de proceder. Veremos entonces que
es inherente a la fe cristiana la voluntad de construir nuestra vida de tal modo que lo más esencial que hay en ella
(la libertad, la responsabilidad, el amor) demuestre que no marchamos hacia un
final que nos hará sucumbir en la nada, sino hacia un Dios que nos garantiza
nuestra realización plena.
La fe en la resurrección hace buscar la unión y la paz en las relaciones con los demás;
motiva el perdón que remite a Dios la regeneración del que nos ha ofendido;
capacita para los grandes gestos de sacrificio por el bien de los seres
queridos y por el progreso humano de la sociedad en que se vive; mueve a adoptar
un estilo de vida sobrio, responsable, alejado de la banalidad frívola del
mundo; mantiene firme la confianza aun cuando los logros del amor y de la
justicia no resultan palpables y evidentes. Así se demuestra que la existencia
humana trasciende lo material y temporal, porque su valor no se agota en la
razón, el éxito o la dicha de este mundo.
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