P. Carlos Cardó SJ
"Pero antes de que eso ocurra los tomarán a ustedes presos, los perseguirán, los entregarán a los tribunales judíos y los meterán en sus cárceles. Los harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre, y ésa será para ustedes la oportunidad de dar testimonio de mí. Tengan bien presente que no deberán preocuparse entonces por su defensa, pues yo mismo les daré palabras y sabiduría, y ninguno de sus opositores podrá resistir ni contradecirles. Ustedes serán entregados por sus padres, hermanos, parientes y amigos, y algunos de ustedes serán ajusticiados. Serán odiados por todos a causa de mi nombre. Con todo, ni un cabello de su cabeza se perderá. Manténganse firmes y se salvarán".
El discurso de Jesús continúa desarrollando, ya sin tintes
apocalípticos, el tema del testimonio que habrán de dar sus seguidores y las
persecuciones de que podrán sufrir por su Nombre, no sólo en el ámbito judío
(en las sinagogas y en las cárceles), sino entre los paganos (reyes y
gobernadores) y aun entre los propios parientes y amigos.
Se señala que estas cosas sucederán antes de la destrucción de Jerusalén y del templo. El contexto en
que Lucas escribe su evangelio y el libro de los Hechos de los Apóstoles es el
de una Iglesia llena de enormes tensiones y angustias. Todo comenzó con las amenazas
del Consejo de Ancianos contra Pedro y Juan para que no hablaran a nadie en
nombre de Jesús (Hech 4, 16-18),
siguió luego la persecución y flagelación de Pedro y los apóstoles (Hech 5, 17-42), y vinieron después las
muertes de los primeros mártires Esteban y Santiago (Hech 7, 54-60 y 12, 1-3; cf. 1 Tes 2,14; Gal 1,13).
Jesús anuncia a sus discípulos que el testimonio que darán de Él
los llevará a compartir su misma suerte. En el evangelio de Juan la advertencia
es clara y directa: Si a mí me han
perseguido, también los perseguirán a ustedes (Jn 12, 20). Llamados a prolongar la obra y mensaje
de su maestro, los discípulos prolongarán también el misterio de su cruz. Sus
vidas entregadas y su martirio final pondrán de manifiesto la verdad del
evangelio.
Las persecuciones, lejos de impedir o bloquear el anuncio de la
venida del Reino, lo proclamarán y difundirán con una eficacia especial. Muy
pronto se verá que “la sangre de los mártires es simiente de nuevos cristianos”,
como afirmó Tertuliano, padre de la Iglesia de la segunda mitad del siglo II.
En la perspectiva de las persecuciones que les aguardan, Jesús
exhorta a los discípulos a no preocuparse por lo que van a decir para
defenderse ante las autoridades judías o paganas, porque Él mismo les inspirará
a su tiempo lo que tendrán que decir. Ya antes se lo había prometido: Cuando los lleven a las sinagogas, y ante
los jueces y autoridades, no se preocupen de cómo habrán de responder, o qué
habrán de decir; porque el Espíritu Santo les enseñará en ese mismo momento lo
que deben decir (Lc 12, 11-12). Las palabras que el Señor pondrá en su boca
serán tales que sus enemigos serán incapaces de contradecirlas. La victoria
final será de los discípulos de Cristo.
Con esa confianza habrán de vencer todos los miedos, aun el de la
muerte: No teman a los que matan el
cuerpo, pero no pueden hacer nada más (Lc 12,4), les había dicho en otra
ocasión. El miedo es mal consejero, puede llevar a la Iglesia a callar cuando
debe hablar y a los discípulos a ocultarse y huir en los momentos críticos,
como lo hicieron en la pasión del Señor. Guardarse la vida es echarla a perder.
Además, Jesús advierte a quienes lo siguen que las incomprensiones
y persecuciones les vendrán no sólo de los poderosos sino también de sus
parientes y amigos, que podrán oponerse hasta de manera violenta a su
compromiso cristiano y a los valores morales que encarnen en sus vidas. No
resistirán que sus formas de vida sean contrariadas por otras formas de vida
que se inspiran en Jesús y en sus enseñanzas. Todos los odiarán por mi causa.
En el evangelio de Juan todas estas personas que odian a quienes
viven de manera coherente su fe en Cristo son el mundo. Los odian porque no son del mundo (Jn 15). Si lo fueran, no los verían como amenaza, no los odiarían. Y
¿qué pasaría si por librarse de problemas se dejasen asimilar por él? ¿Cómo
devolverle el sabor a la sal? ¿Para qué serviría la luz puesta debajo del
celemín? ¿Qué fecundidad puede tener el grano que no cae en tierra y muere?
Para librarlos del desastre que sería pretender salvar su propia
vida y negarse a perderla por Él, Jesús ratifica su promesa de victoria con una
frase tajante: No perderán ni un pelo de su
cabeza. Y la razón es que con su constancia
conseguirán la vida. Se realizará en
ellos el misterio de la semilla sembrada en tierra fértil, la suerte final de
quienes, por haber escuchado la palabra con
un corazón noble y generoso, lo retienen y dan fruto abundante (Lc 8,15).
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