P. Carlos Cardó SJ
Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas, sentados detrás de sus mesas. Hizo un látigo con cuerdas y los echó a todos fuera del Templo junto con las ovejas y bueyes; derribó las mesas de los cambistas y desparramó el dinero por el suelo. A los que vendían palomas les dijo: "Saquen eso de aquí y no conviertan la Casa de mi Padre en un mercado".
Sus discípulos se acordaron de lo que dice la Escritura: "Me devora el celo por tu Casa".
Los judíos intervinieron: "¿Qué señal milagrosa nos muestras para justificar lo que haces?". Jesús respondió: "Destruyan este templo y yo lo reedificaré en tres días".
Ellos contestaron: "Han demorado ya cuarenta y seis años en la construcción de este templo, y ¿tú piensas reconstruirlo en tres días?".
En realidad, Jesús hablaba de ese Templo que es su cuerpo. Solamente cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron de que lo había dicho y creyeron tanto en la Escritura como en lo que Jesús dijo.
El templo era el principal lugar del culto judío, cuyo rito central era el sacrificio del cordero en la fiesta de pascua. Miles de corderos se inmolaban en el atrio del templo. En los sacrificios se quemaba la grasa de los animales y la carne se dividía: una parte se llevaba a las casas para la comida pascual (Pesaj) y otra se destinaba al santuario para ser vendida por los sacerdotes. Además, como los corderos tenían que ser puros, el templo garantizaba su pureza suministrando sus propios animales a un precio más caro.
Aparte
de esto, todo israelita tenía que pagar al templo un impuesto de medio siclo de
plata (Neh 10,33-35; Mt 17,23.24)
en moneda nacional, no extranjera (considerada impura), para lo cual se
montaron mesas de cambistas. Con el correr del tiempo, el templo se enriqueció:
tenía campos, rebaños, carnicerías, curtiembres y talleres de hilados y
confecciones de lana, con cientos de trabajadores. Llegó a ser una poderosa
empresa administrada por los sacerdotes, que amasaron grandes fortunas con
aquel negocio abominable.
Nadie
criticaba esa corrupción: ni los nacionalistas celotes que veían el templo como
el símbolo de la nación, ni los fariseos que exigían el cumplimiento de las
leyes, ni los intelectuales escribas que las interpretaban, ni los ricos
saduceos que se habían apoderado del oficio sacerdotal.
Jesús
no se deja impresionar por la riqueza y poder de aquella institución. Su
conciencia crítica lo lleva a desenmascarar aquella perversión. Su gesto no es
un simple arrebato de ira, sino que expresa la actitud valiente de los grandes
profetas (Amós, Miqueas, Isaías, Jeremías) que habían denunciado la injusticia
y dado su vida por la defensa de la verdadera religión. Expulsando a los
mercaderes, Jesús reprueba aquella corrupción insoportable que consiste en usar
a Dios para obtener ganancias y oprimir a la gente. El templo, el mundo de lo
religioso, no puede dividir a las personas, generando privilegios y poderes
indefendibles.
El
gesto de Jesús va acompañado de un anuncio: Destruyan el templo y en tres
días lo construiré. Los judíos, tomando la frase al pie de la letra y aplicándola
al templo de piedra, la usarán como la acusación formal para conseguir la
“sentencia” de muerte contra Jesús. Los discípulos, por su parte, sólo la
entenderán en la mañana de Pascua. Se acordaron de lo que había dicho, y
creyeron..., es decir, que el
edificio del templo podía caer (como de hecho ocurrió con la destrucción de
Jerusalén por las tropas de Tito el año 70), pero que el cuerpo de Jesús, destruido
en la cruz por el pecado del mundo, sería resucitado y levantado a lo alto por
Dios, como el templo nuevo de su presencia continua en su pueblo, el santuario
de la adoración en espíritu y en verdad (de que habló Jesús a la Samaritana –
cf. Jn 4,23), la perfecta “casa del
Padre”.
Así
mismo, nosotros somos también el templo de Dios. ¿No saben –dice san Pablo– que
son templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno
destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es
santo y ese templo son ustedes (1 Cor 3,16). El mismo Pablo considera la
vida cristiana como una construcción, cuya piedra fundamental es Cristo, que
crece hasta formar un templo consagrado al Señor, del que formamos parte por
medio del Espíritu (Cf. Ef 2,19-22)
para ser morada de Dios.
El
pecado y el mal de este mundo destruyen el templo santo que es la persona
humana. Con nuestros desórdenes personales, llenamos el templo que somos
nosotros con otros dioses, objetos de nuestro interés, que son indignos del lugar
santo; convertimos nuestro templo en un lugar de comercio. El Señor viene y
limpia, recupera y rehace.
San
Pedro, en su primera carta, da un contenido comunitario a la imagen del templo
y dice: ustedes como piedras vivas, van
construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer,
por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables a Dios (1 Pe
2,4-5). La comunidad eclesial es “el nuevo templo”.
En
él, la ofrenda de nuestras vidas entregadas a la causa de Jesús y su reino es
el sacrificio espiritual agradable a Dios. En este templo, además, todos somos
necesarios, como son necesarias todas las piedras del edificio. Formamos una
unidad por encima de raza, lengua, o nación. No hay poderes sino servicios
diversos, carismas y dones que Dios distribuye para que actúen en comunión y se
pongan a disposición de los demás, a fin de constituir un cuerpo en el que no
haya ninguna división.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.