P. Carlos Cardó SJ
Estén preparados y vigilando, porque no saben cuándo llegará ese momento. Cuando un hombre va al extranjero y deja su casa, entrega responsabilidades a sus sirvientes, cada cual recibe su tarea, y al portero le exige que esté vigilante. Lo mismo ustedes: estén vigilantes, porque no saben cuándo regresará el dueño de casa, si al atardecer, a medianoche, al canto del gallo o de madrugada; no sea que llegue de repente y los encuentre dormidos. Lo que les digo a ustedes se lo digo a todos: Estén despiertos.
Hoy comenzamos el Adviento. Junto con la Pascua, es uno de los
tiempos más bellos de la liturgia. En él nos preparamos para la venida del
Salvador. La liturgia se llena
de oraciones, textos y símbolos de esperanza. Tres personajes ocupan puesto
protagónico en el escenario del Adviento: el profeta Isaías, que guía a su
pueblo con la esperanza de un Mesías libertador; Juan Bautista, que lo proclama
ya próximo y lo señala entre los hombres; y María, que lo concibe en su seno
por obra del Espíritu Santo y espera su nacimiento con inefable amor de madre.
Los tres nos enseñan a esperar, a convertirnos y preparar los caminos del
Señor.
De manera inmediata, el Adviento nos prepara a celebrar con
alegría el nacimiento de Jesús. Pero también nos recuerda que el Señor “de
nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá
fin”. Entre su primera venida en nuestra carne y su segunda venida en gloria,
transcurre el tiempo de nuestra espera que es también tiempo de sus incesantes
venidas, porque el Señor no deja de venir a nosotros en la Iglesia, en la
Eucaristía, en su Palabra, en los hermanos.
Se abre el tiempo de Adviento con una plegaria de Isaías (Is 63,16b-17.19b. 64, 2b-8), el profeta
de la esperanza. Su pueblo ha salido del destierro en Babilonia y ha llegado
con enorme ilusión a Jerusalén, pero la ha encontrado reducida a escombros, arrasada.
En ese contexto la plegaria del profeta expresa como un grito el ansia de su
pueblo de sentir de nuevo el favor de su Dios: ¡Vuélvete!, ¡Ah, si rompieses los cielos y descendieses!...Tú aceptas a
los que practican la justicia y no se olvidan de tus preceptos. Tú, Señor, eres
nuestro padre. Nosotros somos la arcilla, y tú, el alfarero, somos obra de tus
manos. Mira que somos tu pueblo.
Sólo la esperanza en el Señor puede convertir la reconstrucción de
la ciudad destruida en una nueva creación. La presencia del Señor, otra vez en
medio de su pueblo como padre misericordioso, va a modelar un hombre nuevo para
una nueva Jerusalén.
En
la segunda lectura (1 Cor 1, 3-9), Pablo -después
de dar gracias por los dones espirituales que ha recibido la comunidad de
Corinto-,
les hace ver que deben acompañar esos favores con un testimonio de Cristo en su vida personal y en sus relaciones mutuas.
Según el apóstol, así es como los cristianos esperan adecuadamente la manifestación
futura o parusía del Señor (cf. 1Cor 3,13; 5,5; 2Cor 1,14; 1Tes 5,2). La
esperanza, lejos de hacer huir de la realidad cotidiana, mueve a hacer presente
en ella la presencia del Crucificado y Resucitado, forjando la unión fraterna
con la que nos unimos a Cristo, realizamos nuestra vocación cristiana y nos
mantenemos irreprensibles hasta el día del Señor.
El
evangelio de hoy corresponde al final del capítulo 13 de Marcos, que se inicia
con el anuncio de la destrucción del templo y el fin del mundo. Ante el asombro
de los discípulos por la grandiosidad del templo (Maestro, ¡mira qué piedras y qué construcciones tan grandes!, 13, 1)
Jesús anuncia su ruina: No quedará piedra
sobre piedra (13, 2). Estas palabras provocan preguntas sobre el cuándo ocurrirá eso y cuál será la señal de
que todo eso está por cumplirse (13,4).
Jesús
habla primero de las señales de su venida gloriosa: que nadie los engañe, habrá
persecuciones, pero el Espíritu estará con ustedes. Anuncia la venida del Hijo
del hombre y la ruina de Jerusalén. El cuándo sólo lo sabe el Padre.
Luego Jesús exhorta a la vigilancia: Estén atentos porque no saben a qué hora llegará el Señor. Responde
a las preguntas sobre el cuándo será el fin del mundo, haciendo
ver que el cuándo es siempre, el
tiempo de lo cotidiano; porque es allí donde se realiza el juicio de Dios. En
nuestra vida diaria se decide nuestro destino en términos de salvación o
perdición, estar con el Señor o apartarnos de Él. Lo que ahora se siembra será
lo que se coseche.
El
evangelio de hoy nos despierta, nos hace atentos al momento decisivo de la
venida del Señor; cada instante puede serlo. Y para que esto quede bien asentado,
se añade la parábola del hombre que se va de viaje, y encarga vigilancia a sus
criados no sea que llegue de improviso y los
encuentre dormidos (v. 36).
No
cabe hacer cálculos, sino estar en vigilancia responsable. No miedo, pero
tampoco pasividad y olvido; no huida de la realidad, sino esfuerzo por hacer visible
el Reino de Dios. Conviene recordar en fin que vigilancia en el Nuevo Testamento es oración (Lc 21,36; Ef 6,18; Col 4, 2), sobriedad y resistencia al mal (Ef 6, 10-20; 1Pe 5, 8; Rm 13, 11-14), fe
y amor (1Tes 5,8; 2Tes 3,13).
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