P.
Carlos Cardó SJ
Jesús en casa de Marta y María, óleo sobre lienzo
de Matthijs Musson (1640-50), Colección de la Fundación BBVA, España
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Yendo Jesús y sus discípulos de camino, entraron en un pueblo y una mujer, llamada Marta, les recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres.
Acercándose, pues, le dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude.»
Le respondió el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada.»
Inmediatamente antes de
este pasaje de Lucas está la parábola en la que Jesús se identifica con el Samaritano
que tuvo compasión del hombre caído en el camino y le buscó una posada. En el
camino hacia Jerusalén, el Buen Samaritano busca alojamiento en casa de dos
mujeres, Marta y María. Ahora hay una casa que le aloja. El que enseña a
acoger, ahora es acogido.
Poco sabemos de estas dos
mujeres que lo reciben: sólo que son las hermanas de Lázaro (cf. Jn 11, 1-5).
María podría ser la mujer que, en Betania, ungió al Señor antes de su pasión (Mc
14,3-9; Mt 26,6-13). Y algunos comentaristas creen que es la misma mujer
que –según Lc 7, 36ss– se acercó a Jesús con un vaso de alabastro lleno de un
perfume precioso que derramó sobre sus pies.
Marta critica a su
hermana porque no la ayuda en los trabajos materiales, en que ella se afana
para acoger a Jesús, como cree que debe hacerlo. Pero Jesús le replica,
invitándola a hacer suya la actitud de María que, a sus pies, escucha
con atención su palabra. Sin la palabra del Señor todo pierde su auténtico
valor e incluso “sabor”.
Se ha dicho
tradicionalmente que Marta representa la actividad y María la oración. Pero no
hay que contraponer a Marta con María ni a la acción con la oración, hay que
integrarlas. Lo que enseña el texto de Lucas es que se ha de purificar la
acción por medio de la oración y escucha del Señor porque, sin esto, la acción
–aunque sea buena y prolífera– puede perder orientación y convertirse en
búsqueda de uno mismo. Con la oración, que nos hace escuchar la Palabra, nuestra
acción se ahonda y purifica.
María
ha escogido la parte mejor, y no se la
quitarán. Jesús elogia la sencilla y sincera receptividad para la
escucha. Con esa disposición, la persona deja entrar en su corazón el amor, que
es lo que confiere sentido a todo lo que hace por los demás. “Lo único
necesario” es experimentar vitalmente el ser amado sin condiciones. Esto, y
sólo esto, da al cristiano la íntima certidumbre de la que brota la calma y la quietud
frente a toda circunstancia. El deber no basta. Hay que descubrir el valor de
lo gratuito. Ya los profetas lo habían intuido: “Se salvarán si se convierten y se calman; pues en la confianza y la
calma esta su fuerza”, dice Isaías (30,15).
Necesitamos
integración personal y calma interior porque andamos divididos y ansiosos. Los
quehaceres materiales y los negocios del mundo ahogan en nosotros, como zarzas
y malezas, la semilla sembrada en nuestra tierra. Necesitamos parar, recogernos
en nuestro interior y ponernos a los pies del Maestro cada día. Él nos
recordará: Busquen, más bien, el Reino
y todas las cosas se les darán por añadidura (Mt 6,33; Lc 12,31).
Dejar
de escuchar la palabra del Señor, por muchas pretendidas obras buenas e importantes
que se hagan, significa tanto como apartarse del reino y correr el riesgo de
echarse a perder. Pensemos, pues, en lo importante que es saber integrar el
servicio a los demás con la escucha de la palabra de Jesús, sin tratar de
rebajar ésta con falsos pretextos.
Al mismo tiempo, el pasaje de Marta y María nos
recuerda que Dios está llamando continuamente a nuestra puerta. Lo
que pasa es que no queremos oír su llamada, o no sabemos cómo acogerlo.
Pero
hay algo que el texto evangélico hace evidente: Cuando Cristo llama a mi puerta
en la forma de un hombre o una mujer que necesita mi ayuda, lo que debo hacer
no puede consistir solamente en darle cosas (por valiosas que sean, y que a fin
de cuentas es Él mismo quien nos las da), sino ante todo hacerme consciente de
que es Él quien viene a mí como un regalo en ese hermano o hermana que ha
tocado a mi puerta.
Esto,
pues, debe reflejarse en el trato que le doy. Quien a ustedes acoja a mí me
acoge (Mt 10,40). “Hospes sicut Christus”, al huésped se le
recibe como a Cristo, dice la regla benedictina: “Recíbanse a todos los
huéspedes que llegan como a Cristo. …Y al recibir a pobres y peregrinos se
tendrá el máximo de cuidado y solicitud, porque en ellos se recibe
especialmente a Cristo, pues cuando se recibe a ricos, el mismo temor que
inspiran, induce a respetarlos” (Regla de
San Benito).
Hermosa reflexión que debería interpelarnos a todos...
ResponderBorrarMuchas gracias.
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