P.
Carlos Cardó SJ
El
bautismo de Cristo, óleo sobre lienzo de Joachim Patinir (1510-20), Museo de
Historia del Arte de Viena
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Juan proclamaba: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de desatarle ni la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado con agua, pero él los bautizará con Espíritu Santo.»
Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco.»
Puesto por Marcos al inicio de su evangelio, el bautismo de Jesús
sirve de ángulo de mira para entender quién es Jesús. En el Jordán, aparece Jesús
como el Mesías, el Cristo, ungido por el Espíritu, Hijo amado de Dios, en quien él se complace.
Se le considera un texto vocacional porque manifiesta lo esencial
de la misión mesiánica a la que es enviado por su Padre. Pero no se trata de un
mesías conforme a las expectativas humanas, sino de un mesías que, siendo de condición
divina, no se pone sobre el ser humano a quien
viene a salvar, sino con él, en coherencia perfecta con su ser Emmanuel,
Dios con nosotros.
Más aún, alineado entre los pecadores, como uno más entre ellos,
actualiza en su persona lo que había predicho el profeta Isaías: “Fue contado entre los malhechores” (Is
53,2). Pablo, con palabras estremecedoras dirá: No conoció pecado”, pero “Dios
lo hizo pecado por nosotros”, como afirma Pablo con palabras sobrecogedoras:
Al que no conoció pecado, le hizo pecado
por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en él (2 Cor 5,21).
En Jesús, Dios se ha acercado a lo más profundo de nosotros, hasta tocarnos en nuestro
ser pecadores.
Fue
bautizado. Bautismo significa inmersión. Hundirse en el agua era símbolo del
morir. Se anticipa así que el Mesías habrá de morir, tendrá que sumergirse en
la muerte para salir de ella triunfante e iniciar una vida nueva para Él y nosotros.
Dice Marcos a continuación que en
cuanto salió (Jesús) del agua vio abrirse los cielos. La expresión significa
que, por Cristo, se abre para todos el acceso a Dios, se supera la distancia,
se cae el muro que impedía la comunicación. Para Israel la comunicación de Dios
a los hombres había terminado con la revelación de los profetas. Ya no se podía
esperar que Dios hablase. Por su parte, para el mundo del paganismo la historia
de la humanidad estaba encerrada en el horizonte sin salida del destino y la
fatalidad. Por Jesús se abren los cielos y Dios se acerca de manera definitiva, nos habla y actúa. La realización
del ser humano se proyecta hasta su participación en la vida divina.
Vio
al Espíritu que bajaba sobre él como paloma. No
es difícil advertir la relación que hay entre el descenso del Espíritu sobre
María para realizar la encarnación del Hijo de Dios, y el descenso del mismo Espíritu
para consagrar a Jesús y conducirlo a la obra de su ministerio[1]
(cf. Lc 3, 22; 4,1; Hech 10, 38).
Por poseer en plenitud ese Espíritu, Jesús se comprenderá a sí
mismo como el Hijo y se sentirá impulsado a realizar el proyecto de salvación: “El Espíritu del Señor está sobre mí... me ha
enviado a traer la buena nueva...” (Lc 4, 18).
Se
oyó entonces una voz que venía del cielo: Tú eres mi Hijo amado, en ti me
complazco. Esta voz recoge las palabras del Salmo 2,7, que se cantaba en la
ceremonia de entronización del rey. Pero mientras al rey de Israel se le
llamaba Hijo de Dios por adopción y en cuanto representante del pueblo
escogido, aplicado a Jesús este título expresa su íntima y singular vinculación
con Dios: Jesús es el hijo engendrado por Dios antes del tiempo, es la presencia
de su palabra y de su obrar salvador, hasta el punto que no se entiende la
persona de Jesús sino como Hijo de Dios.
Ahora bien, como, además, el término “hijo” escrito en griego significaba también “siervo”, hay aquí una alusión al Siervo sufriente prefigurado en la
profecía de Isaías (42,1), y que Marcos (y los otros Sinópticos) parece tener
en cuenta. Jesús es proclamado por la voz celestial como el enviado último y
definitivo de Dios.
Jesús asume esa conciencia de su propio ser y acepta su misión precisamente
como el paso por un bautismo: ¿Pueden
beber el cáliz que voy a beber y ser bautizados en el bautismo que voy a pasar?
(Mc 10,38). En el Jordán queda estructurado el camino de
Jesús y del cristiano, camino contrario al que el mundo ofrece, camino del
Hijo-Siervo de Dios que conduce a la exaltación.
Digamos, en fin, que el relato del bautismo de Jesús remite al
significado del bautismo en la Iglesia, con el que nos unimos a Cristo. También
nosotros fuimos bautizados. Dios entró en lo más íntimo de nuestro ser y puso
en él su propio ser divino. Esta es nuestra verdad: que ya desde los primeros días
de nuestra vida, Dios se comprometió con nosotros, y de manera pública e
irreversible. Tú eres mi hijo, dijo
también de cada uno de nosotros. Y a partir de entonces habita en la
profundidad de nuestro ser, haciéndonos capaces de decirle con infinita
confianza: Abba, Padre querido.
Confirmemos nuestro
bautismo, demos testimonio de él con lo que hacemos y vivimos. ¡Podemos
vivir como bautizados! Afirmemos públicamente que por nuestro bautismo
pertenecemos a Dios, estamos ungidos y configurados con Cristo –alter Christus–, para continuar su obra:
hacer el bien, liberar, practicar la justicia.
[1] El Concilio Vaticano II en su decreto sobre la Actividad Misionera
de la Iglesia (AG, 4) hace esta interpretación: «Fue en Pentecostés cuando
comenzaron los “hechos de los Apóstoles”, del mismo modo que Cristo fue
concebido cuando el Espíritu Santo vino sobre la Virgen María , y
Cristo fue impulsado a la obra de su ministerio cuando el mismo Espíritu Santo
descendió sobre él mientras oraba».
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