P. Carlos Cardó SJ
La predicación de San Juan Bautista, óleo sobre
lienzo de Bartholomeus Breenbergh (1634), Museo Metropolitano de Arte, Nueva
York
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Este es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: "¿Quién eres tú?". El confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: "Yo no soy el Mesías". "¿Quién eres, entonces?", le preguntaron: "¿Eres Elías?". Juan dijo: "No". "¿Eres el Profeta?". "Tampoco", respondió.Ellos insistieron: "¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?".Y él les dijo: "Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías".
Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: "¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?".
Juan respondió: "Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia". Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba.
Juan Bautista. Su figura sintetiza a los sabios y profetas que en
todas las épocas han despertado las conciencias y han movido a la gente a cambiar.
Juan Bautista no es la luz, sino testigo de la luz. Él invita a reconocerla y a
dejarnos guiar por ella hacia la verdad de nosotros mismos ante Dios.
Los
judíos enviaron desde Jerusalén una comisión de sacerdotes y levitas a
preguntarle a Juan quién era… Representan la ceguera de quienes
obran el mal y temen la luz. Por eso, por más que digan que quieren conocer la
verdad, no la van a aceptar porque no les conviene: están atados a las
ganancias y beneficios que se han procurado de espaldas a Dios y en contra de
sus hermanos; son, pues, autores y víctimas a la vez de la mentira.
Estos
enviados se atreven a someter a Juan a un interrogatorio. Es el proceso de cuestionamientos
y acusaciones que se inicia aquí contra Juan y seguirá luego contra Jesús, para
continuarse después de Él contra sus discípulos. Es un drama, con protagonistas
y antagonistas. Por una parte, Juan y Jesús, el testigo de la Palabra y la
Palabra testimoniada, respectivamente; por otra, los sacerdotes, escribas y
fariseos, que representan al poder injusto que se cierra a la Luz.
Siempre ha habido profetas, personas libres e inspiradas que
iluminan a la humanidad como faros en la noche. A lo largo de la Biblia, ellos
aparecen cumpliendo la misión de mantener viva la humanidad, la dignidad y la libertad
de la gente, para que nadie se resigne a ningún tipo de esclavitud o pérdida de
sus legítimos derechos.
Por eso, la Biblia, al narrar los acontecimientos de la historia,
no justifica las injusticias ni se pone de parte de los poderosos sino que, por
el contrario, desenmascara su falsedad y corrupción y presta su voz a los que
no tienen voz y a cuantos sufren, en quienes aviva el anhelo de verdad,
justicia y libertad. Se entiende por qué los profetas terminan pagando un
altísimo precio a su misión: el martirio.
Con la venida de Cristo y de su Espíritu Santo, se extendió el
carisma y función de profecía. Se cumplió el deseo de Moisés: «¡Ojalá que todo
el pueblo fuera profeta!» (Num 11,29).
Por eso San Pablo defendía a los profetas (1Tes
5,20), por el bien de las comunidades cristianas (1 Cor 14,29-32), porque el profeta «edifica, exhorta y consuela» (1Cor 14,3).
La Iglesia es la comunidad de los ungidos con el crisma de Cristo,
sacerdote, profeta y rey. Y esa unción recibida en el bautismo nos configura
con Él y nos destina a ser testigos suyos y de su evangelio, tanto de palabra como
con nuestra conducta.
Profeta es quien edifica con su forma de vida, que muchas veces
contradice al ambiente que lo rodea. Profeta es el que exhorta conforme a lo
que ha visto y recuerda. Y profeta es el que consuela porque da razón para la
esperanza. Su testimonio siempre es una experiencia vivida que se hace palabra
y se transmite. La Iglesia no puede dejar la profecía.
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