P.
Carlos Cardó SJ
Jesús entró nuevamente en una sinagoga, y había allí un hombre que tenía una mano paralizada. Los fariseos observaban atentamente a Jesús para ver si lo curaba en sábado, con el fin de acusarlo. Jesús dijo al hombre de la mano paralizada: "Ven y colócate aquí delante". Y les dijo: "¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla?". Pero ellos callaron. Entonces, dirigiendo sobre ellos una mirada llena de indignación y apenado por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: "Extiende tu mano". El la extendió y su mano quedó curada. Los fariseos salieron y se confabularon con los herodianos para buscar la forma de acabar con él.
Este pasaje condensa la enseñanza de Jesús respecto a la libertad
de espíritu frente al rigorismo legal y, concretamente, respecto al precepto
del sábado. El sábado es para el hombre: en Jesús llega el sábado perfecto, tiempo
de la gracia y amor salvador de Dios.
Jesús está en una sinagoga. Como siempre, los fariseos aparecen al
acecho para acusarlo: no se muestran dispuestos a reconocer a Dios en el hombre,
y sus defensas de los preceptos de la ley corresponden a la imagen que tienen
de Dios: alejado, extraño a la vida y a las reales necesidades humanas.
Aparece en escena un hombre que tiene la mano atrofiada. No es un
enfermo que está en las últimas, pero es un ser humano inhabilitado para muchas
acciones. Según la mentalidad judía, además, lleva en su cuerpo la huella del
pecado. Jesús invita al enfermo a ponerse de pie y a colocarse en el centro. Hace
que la atención de toda la comunidad se dirija a este ser humano.
La atención de Jesús al enfermo no se va a limitar a su salud
física; apunta a la libertad interior que Él quiere que tenga la gente respecto
del sábado y de la ley. Quiere liberar de la opresión legalista a que someten
los fariseos y dirigentes a los fieles. Al mismo tiempo, por medio del signo de
la curación del enfermo va a manifestar que, con su venida y por la fe en Él, el
amor de Dios despliega su fuerza salvadora, la creación es liberada del mal y
de la muerte y se inaugura el verdadero sábado de la presencia de Dios entre
los hombres.
Todo esto sugiere Jesús con su pregunta: ¿Qué está permitido en sábado salvar la vida o destruirla? El
sábado, el culto, la moral y, en general, la religión auténtica, son para dar
vida, no lo contrario.
Ellos no respondieron nada. Y Jesús sintió ira. El evangelista
Marcos se vale de esta expresión fuerte para afirmar que el pesar que siente Jesús
es la conmoción del Hijo de Dios ante la dureza de los corazones de los
hombres. Es el mismo sentimiento que, según los profetas, llevaba a Dios a
lamentarse por el corazón endurecido, expresión suprema de la incredulidad (cf.
Jer 3, 17; 7, 24; 9,13; 11,18; 13, 10;
16, 12; 18, 12; 23, 17; Sal 81,13; Dt 29,18).
El milagro va a ser signo del don de la vida nueva, liberada, que
ya Ezequiel había prefigurado como el don del corazón nuevo, que reemplaza al
corazón seco, de piedra (cf. Ez 36,26).
La humanidad, representada en el hombre de la mano seca, extiende la mano para
acoger el don del agua de la nueva vida, del espíritu que vivifica y hace vivir
en la libertad de los hijos de Dios.
Los fariseos ven lo ocurrido y se retiran como habían venido, con
todas sus resistencias a la vida y a la libertad, con su aferrarse a la ley que
mata y su rechazo al espíritu de Jesús que los invita a olvidarse de sí y
abandonar su futuro en manos de Dios. Ellos, a diferencia del hombre de este
pasaje, no abren la mano «seca», se quedan fosilizados en sus leyes y en sus
méritos para siempre; su corazón endurecido no palpita de alegría ante el don
de la salvación que Jesús ofrece. Y ellos, que no permiten hacer el bien y
salvar una vida en sábado, se permiten a sí mismos el mal, tomando en sábado la
decisión de asesinar a Jesús.
La dureza de corazón es la causa de la muerte de Jesús y del
hombre. Contrapuesta a esta dureza de corazón aparecerá el gozo y maravilla de los
sencillos por la autoridad con que Jesús enseñaba y por la curación de los
enfermos (cf. 1,22.27). Queda claro
que una religión, que no abre los ojos a la fe que libera, es la peor enemiga
del evangelio. Y es un peligro constante contra el que Pablo advierte a los gálatas
y a los romanos.
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