P.
Carlos Cardó SJ
Cristo
predicando en la sinagoga de Cafarnaúm, óleo sobre lienzo de Maurycy Gottlieb
(1878-79), Museo Nacional de Polonia, Varsovia
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Entraron en Cafarnaúm, y cuando llegó el sábado, Jesús fue a la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Y había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar: "¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios". Pero Jesús lo increpó, diciendo: "Cállate y sal de este hombre". El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre. Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: "¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen!". Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.
La autoridad con que Jesús predicaba admiraba a la
gente sencilla pero enfurecía a los fariseos y doctores de la ley. Ellos no
hacían más que repetir frases de otros, Jesús hablaba en primera persona, haciendo
ver que su autoridad venía de Dios. Por eso lo juzgaban como blasfemo que
pretendía ponerse al nivel de Dios. Pero Jesús no se intimidaba, y llegaba a
decir: Las palabras que yo les digo no son mías, sino del Padre que me ha
enviado (Jn 7,16).
Su autoridad, además, se cimentaba en la unidad inquebrantable
que había entre su palabra y su conducta. Transmitía un mensaje que Él mismo
vivía, y esto era tan evidente, que llevó hasta a sus más encarnizados enemigos
a reconocer: “Maestro,
sabemos que eres sincero, que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te
dejas influenciar por nadie, pues no miras las apariencias de las personas”
(Mt 22,16).
Al mismo tiempo, Jesús acompañaba su palabra con “signos”
en favor de la vida, sobre todo de los más necesitados y de aquellos que para
la sociedad eran (y siguen siendo hoy) “los perdidos”, condensaban su poder
sobre el mal de este mundo, demostraban lo más característico de su misión
salvadora y anticipaban la presencia del reinado de Dios.
Así
lo afirmó Él mismo: “Si yo expulso los
demonios con el dedo (o poder) de
Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a ustedes” (Lc 11, 20; Mt
12,28; cf. Mc 3,22-30). La gente se da cuenta de que Jesús no se limita a pronunciar
discursos, sino que sus palabras producen salvación, hacen ver la vida con una
nueva luz, liberan de lo que esclaviza y oprime. Esta es la novedad de la
autoridad de Jesús.
En
ese tiempo, las enfermedades, sobre todo las mentales y algunas funcionales
como la epilepsia, se atribuían a “espíritus inmundos”. En el fondo de tal
creencia estaba la convicción de que la enfermedad es algo no querido por Dios
porque trastorna el orden de su creación y daña a sus criaturas. El adjetivo
“inmundo” señalaba la idea de algo que está en oposición a Dios. Hoy
llamaríamos a tales “endemoniados” enfermos psiquiátricos, pero no por ello
dejan de ser un signo especialmente sugerente de los efectos del mal de este
mundo sobre la integridad, libertad y salud de las personas.
En
el evangelio de hoy, Jesús demuestra su autoridad realizando una de estas
curaciones en un día sábado y en la sinagoga. Fue en favor de uno de sus
oyentes, que interrumpió de pronto su enseñanza y se puso a gritar: ¿Qué tienes tú contra nosotros, Jesús
Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres, el Consagrado de Dios.
Pudo
ser un fanático que reaccionó enfurecido contra la nueva enseñanza de Jesús y el
entusiasmo que despertaba en la gente. Provoca a Jesús para defina ante el
auditorio qué tipo de mesías encarna, si realmente es el salvador esperado. Jesús
enfrenta al sujeto sino al mal que lo atormenta. No da oídos a sus
insinuaciones sobre su condición de Mesías, sino que lo libera de su esclavitud
interior. ¡Cállate y sal de él!,
ordenó. Y el espíritu inmundo,
retorciéndolo y dando un alarido, salió de él. Jesús, vencedor del mal,
hace que “los perdidos” sientan que sus vidas, llenas de desesperanza y rencor,
se restablezcan en el camino del bien.
Ahora
bien, por el hecho de ser miembros de la Iglesia, cuerpo de Cristo, a nosotros se
nos encomienda hoy la misión de “exorcizar” todos esos demonios que despersonalizan, humillan y enferman a la gente, o
deshumanizan las relaciones en sociedad.
A
ello se refieren nuestros obispos y el Papa Francisco cuando enfrentan el
gravísimo problema de la corrupción que, como verdadero espíritu inmundo, invade todos los campos. El uso indebido del
poder en lo burocrático y político, las argollas de funcionarios públicos
coludidos con intereses privados, la normalización del soborno y de la coima, son
un proceso de muerte, que “se ha vuelto natural, al punto de llegar a
constituir un estado personal y social ligado a la costumbre, una práctica
habitual en las transacciones comerciales y financieras, en las contrataciones
públicas, en cada negociación que implica a agentes del Estado... e interfiere
al ejercicio de la justicia con la intención de los propios delitos o de
terceros” (Papa Francisco a la Asociación Internacional de Derecho Penal,
23.10.2014).
Tales
fenómenos cristalizan la acción del mal en el mundo de hoy. Contra ella hay que
actuar con la autoridad y eficiencia que Jesús muestra en el evangelio, fruto
principalmente de su autenticidad y coherencia moral.
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